En la superficie podría parecer la típica fábula del sueño norteamericano en su máximo esplendor. Se trata de la historia de Ray Kroc, un tipo que a los cuarenta y tantos años vendía de cafetería en cafetería unas licuadoras capaces de hacer ocho malteadas a la vez. Con la paciencia de un monje y la perseverancia de un predicador, el hombre iba por las carreteras de Estados Unidos tratando de vender sus aparatos que, dicho sea de paso, no le interesaban a nadie… hasta que un restaurante de Cupertino, California, ordenó no una ni dos, sino cuatro de sus licuadoras. El restaurante en cuestión tenía un nombre inolvidable: McDonald’s.
Ray Kroc manejó hasta California para conocer aquel negocio. La experiencia hoy en día es de lo más común, pero en 1954 lo usual era ordenar y esperar varios minutos hasta que una chica en patines te llevara la comida a la puerta de tu auto. No en McDonald’s. Aquí la gente hacía fila frente a la caja, pagaba y en ese instante recibía su hamburguesa para comerla donde fuera. Se trataba de un asunto revolucionario, pero en los ojos de Kroc esto era algo más que un simple restaurante, él veía el potencial de ganar miles de millones.
Lo que sigue es la batalla entre dos visiones de negocio, aquel que busca afanosamente la expansión y el aumento de las ganancias contra aquel que cuida hasta el más mínimo detalle porque en cada hamburguesa vendida va en entredicho la calidad del producto y el nombre de los hermanos que fundaron el restaurante: Mac and Dick McDonald.
Con la idea de establecer franquicias de costa a costa, Kroc consiguió que los hermanos McDonald le firmaran un contrato donde él tenía la exclusividad de éstas. Kroc tenía grandes ideas como patrocinios, reemplazar la leche de las malteadas por químicos y demás innovaciones que los hermanos rechazaban una a una. Desesperado, Kroc encontró la forma de abrir tantos restaurantes que, eventualmente, tomó por asalto a los fundadores, obligándolos a vender, tras lo cual perdieron así no sólo el nombre (que era su propio apellido) sino un negocio que al día de hoy sigue produciendo miles de millones de dólares. McDonald’s se convirtió en la nueva iglesia norteamericana y sus fundadores, los hermanos Mac y Dick, habían sido botados de ella.
¿Quién es el héroe y quién es el villano en esta historia? Sin la ambición desmedida de Kroc, McDonald’s no sería el imperio de hoy día, pero sin el ingenio de los hermanos McDonald’s la mina de oro no hubiera sido creada.
El director de esta cinta, John Lee Hancock, no toma partido, trata de mantenerse ecuánime entre la personalidad magnética de Kroc y el genio de los McDonald, entre los filosos dientes de un tiburón empresario y la dignidad de dos emprendedores.
La cinta se beneficia de la actuación absolutamente estupenda de Michael Keaton interpretando a un fascinante Ray Kroc que por momentos nos tiene en la bolsa: ¡impensable la tibieza de los fundadores!, ¡encomiable su visión empresarial!, ¡sólo así se alcanza el éxito!, pero el desencanto con esta figura de alto “nivel empresarial” se esfuma cuando nos enteramos que los hermanos McDonald’s jamás recibieron un sólo centavo por regalías, todo ello a pesar de que Kroc se los prometiera “de palabra”.
¿Cómo es que un vendedor de licuadoras, a los cuarenta años, se volvió millonario en tiempo récord? Su secreto era la devoción que le tenía a un libro escrito por el reverendo Norman Vincent Peale, El poder del pensamiento positivo, donde su máxima era la creencia que no es la educación ni los valores los que te hacen exitoso, sino la perseverancia.
En la campaña rumbo a la presidencia, Donald Trump reveló la gran influencia que aquel texto del reverendo Peale tuvo en su vida. El hombre que impulsó al actual dueño de McDonald’s es el mismo que potencializó la personalidad del actual presidente de los Estados Unidos. Este dato hace a The Founder una película fundamental. La primera gran cinta para explicar la era Trump.