El 26 de junio del 78, como era habitual en cada ciudad europea que visitaba, Bob Marley montó un partido de fútbol entre periodistas y todo su grupo, incluidos ‘pipas’. Durante el lance, un crítico de la revista ‘Rock and Folk’ parece que le pisó el pie derecho. Marley cayó lesionado. Sentía unos dolores terribles en el dedo gordo, donde también había perdido la uña. En una clínica le detectaron un tipo de melanoma maligno. Le aconsejaron amputar el dedo. Se negó en redondo. Los rastas no pueden quitarse ni una mínima parte de su cuerpo. Fue entonces cuando Marley comenzó a huir hacia adelante.
Tres años después, el 5 de octubre de 1980, visitaba Nueva York por primera vez en su vida. Dos actuaciones en el Madison Square Garden. Vivía el lujo del hotel Essex House, al sur del Central Park, pero la mañana del 8 de octubre salió a hacer ‘joggin’ y se cayó al suelo desplomado. Cuando le atendieron echaba espuma por la boca. En el hospital Memorial Sloan-Kettering Cancer Center, donde fue ingresado, quedaron horrorizados. El cáncer había avanzado en su metástasis al cerebro, pulmones, hígado y estómago.
Le dieron un mes de vida, pero ni eso le detuvo en su carrera hasta Jah, el dios rasta. Tres días después actuaba en el teatro Stanley de Pittsburgh. Sería su última actuación.
De hospital en hospital
Poco después, la gira fue cancelada y Bob aceptó volver al Memorial Sloan-Kettering Centre, en el mismo Manhattan. Marley, con enorme pánico a morir, permitió por primera vez que le aplicasen tratamientos de radio. Abrumado por la publicidad, Bob obligó a que le trasladaran al Hospital Cedars of Lebanon, en Miami, al que tenía más simpatía. Como la presión mediática subió de tono, decidieron instalarlo en una nueva clínica, en la Rosarito Beach, en México, con el doctor ‘brujo’ Rodrigo Rodríguez. El mismo doctor y la misma clínica que el actor Steve McQueen había utilizado pocos meses atrás para huir de su cáncer. No lo logró.
Es muy posible que la única que se deba cuenta de que Marley se estaba muriendo era su propia esposa, Rita, que seguía en la banda de su marido como una de las tres I Threes del coro. De manera secreta, Rita avaló el bautismo de Marley en una Iglesia Ortodoxa Etíope. El 4 de noviembre de 1980 Bob pasó a llamarse Berhane Selassie, el mismo nombre que el Negus, el fascista dictador emperador de Etiopía, que para los rastas era considerado como el mismo Jesucristo.
La clínica de las SS
Al mismo tiempo, Rita aceptó el consejo del doctor jamaicano Carl ‘Pee Wee’ Fraser. Éste les dijo que un viejo doctor comandante de las SS llamado Josef Issels obraba milagros con el cáncer en su clínica, en Baviera, a las afueras de Múnich. Marley pasó allí ocho meses. Durante ese tiempo, el gran Marley se sometió a toda clase de torturas a manos de ese viejo doctor, colega de Josef Mengele en Auschwitz.
Cambios de sangre, inyecciones de líquidos secretos a través de largas agujas inyectadas en su estómago y en un su espina dorsal… Auténticas torturas, como decía su madre Cedella Booker, que se asustó al visitarle en la clínica. Quedó petrificada y deprimida al ver a su hijo extremadamente delgado, sin pelo y sin fuerza alguna. Ya no podía siquiera mover los dedos en su guitarra acústica favorita.
Bob Marley, con el dedo vendado.
A comienzos del mes de mayo de 1981, el ínclito médico de las SS le dijo a Rita que Bob Marley estaba sentenciado a muerte. Probablemente le quedaban sólo unos días. Bob tenía miedo a volar en pequeños aviones. Así que su entorno no tuvo más remedio que convencer al pobre Chris Blackwell, su mentor y presidente de la compañía discográfica Island, para que pagara los 90.000 dólares que costó el 747 de Lufthansa para trasladarlo a Jamaica.
Pero estaba tan grave que tuvieron que aterrizar y meterlo en el Cedar de Miami. Llegaron el 10 de mayo. Marley apenas duró dos días. Su madre Cedella recuerda cómo empezó a sudar, pero dormía. Finalmente, mientras trataba de suministrarle un calmante, comprobó que su hijo no respiraba. Rita llegó una media hora después de su muerte. El gran Bob Marley, la más grande estrella de la música del Tercer Mundo había expirado a las once y media de la mañana del 11 de mayo de 1981.
Su muerte, un problema
Pero incluso su muerte fue un enorme problema que ni siquiera hasta ahora se ha solucionado. Bob se había negado repetidamente a dejar testamento, porque para los rastas eso significa firmar tu muerte. Pero allí estaban su viuda, Rita, más otras ocho mujeres, más su madre Cedella y una prole de 12 hijos reconocidos -uno más, Makeda, nacía 19 días después- reclamando sus derechos patrimoniales .”Pero yo era su viuda y la madre de sus hijos oficiales y la responsable de su patrimonio”, decía Rita Marley.
Guardo una relación muy especial con Rita Marley, porque juntos grabamos un tema, ‘In heaven we’ll meet, con las palabras de Bob como si hiciera ‘hip-hop’. Ella siempre cobra al contado, quiere ver los ‘greens’ (como llama a los dólares), es especialista en marisco, es la cabeza visible de la Fundación Marley, pero sabe que el entramado legal es tan complejo que incluso Martin Scorsese prefirió abandonar la película que iba a hacer sobre Marley, que finalmente terminó Kevin Mcdonald con cierto éxito.
Tengo el orgullo de haber conocido a Bob Marley. La primera vez, en Ibiza, un día después de mi cumpleaños, el 28 de junio de 1978. Mi querido y siempre recordado amigo Carlos Juan Casado, representante de Island, y el promotor Gay Mercader eran ‘forofos’ del cantante. Gracias a ellos también jugué al fútbol con Bob, dos años después, una mañana del 30 de junio de 1980 en Barcelona. Es más, todavía siento su violento aliento en mi cogote.
Es una sensación que nunca me he podido quitar de la cabeza. No era Pelé, pero corría como un poseso. Le pregunté por qué le gustaba tanto el fútbol y me contestó: “Será por los genes de la familia de mi padre”. Su padre fue el capitán de navío inglés Norval Sinclair Marley y dejó embarazada a una de las sirvientas de la población en el norte de la isla con tan sólo 16 años.
Era esa misma clase dirigente de su padre la que en Jamaica llamaba ‘raggamuffin music’ -música de los desharrapados- a un estilo que en un principio se denominaba ‘ska’ o ‘blue beat’. ‘Reggae’ es sólo una manera de pronunciar ‘ragga’ y ‘ragga’ es sólo una manera perezosa de decir ‘raggamuffi’, o más bien, de no decirlo, convirtiéndolo en algo más callejero y más cafre.
Los rastas
El ‘reggae’ era la música de los rastafaris. Hace unos 70 años, Marcus Garvey, un evangelista de aliento inflamado, se paseaba por el Harlem de los años 20 profetizando la coronación de un rey negro en África que redimiría y reuniría a las tribus extraviadas y las retornaría de vuelta a casa. Está en la Biblia, en las Revelaciones, capítulo 5, entre el primer versículo y el décimo. Cuando Haile Selassie fue coronado emperador de Etiopía en 1930, los Rastas de Jamaica le reconocieron como Ras Tafari, el único Dios verdadero de la profecía, el rey de reyes, el león de Judá o, simplemente, Jah. A Selassie nunca le gustó todo aquello y esquivaba todo lo relacionado con ellos.
Los rastas nunca pierden la esperanza del regreso a su África soñada. Mientras tanto se sienten exiliados en los confines de Babilonia, que es nuestro mundo occidental. Los rastas profesan una conducta estrictamente nazarena: no beben alcohol, no comen carne, viven comunalmente y nunca mendigan ni roban. Se fuman cerca de tres cuartos de kilo de droga a la semana. No dejan pasar un minuto sin liar de nuevo un porro o ‘kaya’, como hierba sacramental. Bob Marley era uno de ellos. Nunca tuvo relación con la familia ‘blanca’ de su padre.
Así que a Bob le enterraron donde su madre quería, donde nació, en Nine Miles, al norte de isla .Y allí está su cuerpo todavía, en un pequeño panteón. Hace unos años, Rita me narró con exactitud con qué objetos le enterraron: no faltaron su guitarra Les Paul dorada, un balón de fútbol, unos brotes de cannabis, un anillo que le había regalado el hijo de Selassie y, finalmente, una Biblia.
Rita me confesó poco tiempo después que se había guardado unos cuantos ‘dreads’ (cabellos rastas de Bob) y que los había esparcido en Etiopía, donde cree ella que a Bob le hubiera gustado volver. Hace unos años quiso exhumar el cadáver y enterrarlo en Shashemene, a unos 200 kilómetros de Addis Abeba, donde todavía viven muchos rastas que pudieron ‘abandonar’ Babilona. El gobierno de Jamaica lo prohibió, al mismo tiempo que este epitafio: “Mi música lucha contra este sistema de locos gobernantes que sólo enseña a vivir y morir”.