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Coronación del Primer Emperador de México; 21 de julio de 1822

20 de Julio 2020
coronación-Agustín-Iturbide-
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La noche del 18 de mayo de 1822Agustín de Iturbide fue proclamado emperador por una facción del ejército al que se había incorporado el regimiento de Celaya. De éste provenía un sargento, Pío Marchá, quien —según Lucas Alamán— hizo tomar las armas a la tropa declarando el nombre de Agustín I en medio del estruendo de las salvas de artillería de todos los cuarteles, de la movilización de la gente de los barrios, y de los repiques de las campanas de catedral. Pasaron primero por su casa —conocida como el palacio de Moncada, asunto del que muestro una bella imagen que desde ese tiempo intentó recrear la escena como una prueba de legitimidad del hecho— a gritarle vivas, y concluyeron en la noche en el teatro, donde se interrumpió la función para que su ayudante, el coronel Rivero, comunicara la proclamación en medio del aplauso de los concurrentes. Como por arte de magia, hacia las diez de la noche “estallaron las dianas, los repiques, los balazos, las salvas de cañón, los gritos de los léperos”. Un grupo de generales iturbidistas formó un memorial para el Congreso anunciándole a éste la proclamación.

Foto: Internet

A la mañana siguiente, reunidos desde muy temprano, los diputados invitaron a Iturbide, quien se presentó en la sesión a las diez de la mañana junto con sus fieles, que entraron gritando vivas al emperador y mueras a los traidores. Al fin de un acalorado debate, 67 diputados contra 15 lo eligieron emperador constitucional. Dos días después, el 21 de mayo, Iturbide aludiendo a que por nombramiento del Congreso era emperador de “Méjico”, juró ante ellos invocando a Dios y los santos evangelios que defendería la religión católica; que en todo lo que hiciere no vería sino por el bien y el provecho de la nación; que se subordinaba a los decretos del Congreso para exigir cantidad alguna de frutos, dinero u otra cosa; que no iba a tomarle a nadie sus propiedades y que iba a respetar la libertad política de la nación y la de cada individuo. Asentó al final que, si hiciere lo contrario a lo que había jurado, no debía ser obedecido.

El 17 de junio, el reverente “Agustín, por la Divina Providencia y por el Congreso de la Nación primer emperador constitucional de México”, decidió que en todas las iglesias seculares y regulares del imperio se hicieran rogativas públicas por tres días en los que no habría ninguna diversión ni espectáculo profano. A propósito, explicó en su decreto, que lo hacía así porque estaba convencido de la necesidad “de recurrir al cielo”, para que el Todopoderoso le prestara los auxilios y luces “para gobernar felizmente los pueblos que su Providencia se ha dignado confiar a mi cuidado”. Era urgente entonces proceder a la coronación, por lo que todo fue preparado para que, el 21 de julio de ese año de 1822, Agustín I fuera entronizado en una larga ceremonia que tuvo lugar en la Catedral Metropolitana.

Para la coronación, una comisión de los diputados elaboró un detallado proyecto de ceremonia de 63 artículos, que debía ser cumplido paso a paso y que fue íntegramente copiado de los rituales de la corte española —y que se adaptó también al ritual romano traducido por el provincial de los dominicos Luis Carrasco— con la salvedad de que ahora, en vez de “vasallos”, los habitantes se nombraron “súbditos”, con la aclaración de que en todos los sitios donde se mencionaba la monarquía absoluta fue sustituida por la palabra “constitucional”, con la presencia del presidente del Congreso como el depositario de la corona en la testa de Iturbide, y entre otras cosas, con la supresión de los tres días de ayuno que precedían a toda coronación. En el ceremonial de la corte de Iturbide, se estipulaba el lugar que ocuparía cada uno de los que formarían parte del espectáculo, que si bien no fue definido como tal por sus organizadores, si consideraron al lugar donde se realizaría —la catedral— el “teatro de la augusta función”, al que dejaron entrar a la gente del pueblo el día anterior para que viera los decorados.

Foto: Internet

La plaza de armas fue toda revestida con pinturas que mostraban alegorías del “voto nacional” y con retratos de Su Majestad y le pusieron gradas para que el público viera la marcha —que se hizo bajo la vela del Corpus desde las nueve en punto de la mañana con las Calles previamente adornadas—, la entrada al santo recinto y la salida de la corte, incluido su monarca coronado.

Abría el cortejo que acompañó a Agustín I un escuadrón de caballería que portaba la bandera y el escudo del imperio, en el que reaparecía a los ojos de los mexicanos el viejo símbolo del nopal nacido de una peña que salía de la laguna, sobre la que ahora se posaba con el pie izquierdo un águila coronada con las alas extendidas. Seguían las antiguas parcialidades de San Juan y Santiago, miembros del clero regular y del secular, de los tribunales, de la universidad y de las oficinas. Luego venían los ayudantes de ceremonia con las insignias de la familia real, una comisión de 24 diputados y los generales que portaban las insignias del emperador y de la emperatriz, que consistían en anillos, coronas —la de Iturbide remataba con un mundo y sobre él una cruz— y mantos, uno para cada uno de los dos, más un cetro para el primero. Atrás venían los congresistas y enseguida la familia real con todo y “el venerable padre” del monarca, presidida por Iturbide vestido con el uniforme del regimiento de Celaya, protegidos todos por edecanes, damas de honor, guardias, generales, el limosnero mayor y varios ministros. Al final, cerraban la marcha la escolta y las carrozas imperiales.

Adentro de catedral hubo procesión bajo palio, y después de entregar su espada al presidente del Congreso, Iturbide ocupó el trono chico puesto cerca del coro y que se había pensado para la primera parte de la ceremonia, que incluyó la profesión de fe del monarca con la mano en los Evangelios, la colocación de las insignias en el altar, el canto del Veni Creator por parte del obispo Cabañas mientras los emperadores oraban en sus reclinatorios, el juramento que el emperador hizo ante algunos congresistas y el inicio de la misa solemne y la consagración de los Reyes. Antes de los evangelios, los obispos condujeron a Agustín y a Ana al pie del altar, donde los ungieron desde el codo hasta la mano del brazo derecho, para que después algunos funcionarios les secaran los restos del “santo crisma”.

Vino entonces un descanso breve para que “refaccionaran y para que la emperatriz se vistiera con decoro”, que precedió a la bendición de las insignias y a la coronación. Lucas Alamán describía que se dispuso una mesa abundante con viandas frías y vinos para todos los concurrentes que quisiesen servirse de ellas. Después, el obispo pasó la corona de Iturbide a Mangino, presidente del Congreso, quien antes de ponerla sobre la testa del emperador, lo arengó sobre los límites a que lo sujetaban la Constitución y las leyes y sobre el poder de la nación que lo elevó, para reclamarle sus derechos.

Foto: Internet

La imagen previa reproduce ese preciso momento, sorprendiéndonos la bella luz que inunda la escena, a causa de la gran cantidad de cera que ardía en los candiles de plata. Recrea a su manera el momento íntimo, también legitimador, tanto para el improvisado monarca como para el Congreso que lo eligió. Además de los inevitables jerarcas eclesiásticos y celebrantes, a la izquierda podemos ver a su anciano padre, a la esposa de Iturbide y a cuatro de sus hijos. Aparecen cerca de ellos las damas de honor, y a la derecha era necesaria la presencia de los congresistas reafirmando que se trataba de una monarquía constitucional. Destacan en lo alto tres banderolas que simbolizan las tres garantías y los colores de la nueva bandera. Los prominentes que tuvieron acceso están de pie en los pasillos laterales y se les ve conversando, ya que, como lo sugiere la imagen, es posible que no hayan podido ver lo que sucedía por los doseles instalados para “proteger” la dignidad de la familia y de los diputados.

Volviendo a la ceremonia, fue Agustín I quien, luego de coronar a la emperatriz que estaba de rodillas, recibió de los generales el cetro, el anillo y el peculiar manto de terciopelo rojo forrado con armiño y con pequeños “carcajs y águilas coronadas” bordadas en oro en su superficie. Ahora sí pasaron los emperadores a ocupar el trono grande cerca del presbiterio, desde donde oyeron los vivas que corearon al “¡Vivat imperator in aeternum!” que gritó el obispo y el tedéum, mientras afuera los Reyes de armas arrojaban a la gente del pueblo monedas conmemorativas acuñadas ex profeso. Luego siguió la misa que había quedado interrumpida, con todo y un largo sermón del obispo de Puebla Antonio Joaquín Pérez, la procesión hasta el altar de los monarcas, ayudantes y funcionarios que cargaron las ofrendas que los emperadores entregaron al obispo despojados de sus mantos.

Cuando llegó la elevación, los monarcas la presenciaron con la cabeza despojada de sus coronas por sus ayudantes, y por fin al terminar la misa, el jefe de los Reyes de armas gritó un “Viva el emperador coronado y entronizado”, al que respondieron los vivas de todos entre salvas de artillería y repiques a vuelo, para proceder a hacer la misma proclamación, pero ahora frente al pueblo que aguardaba debajo del gran tablado que se colocó en la plaza mayor. Hacia las tres y media de la tarde se inició la salida de todos los emperadores bajo palio en el mismo orden que habían entrado, después de que todos los asistentes firmaron algunas actas, para por último dirigirse los emperadores al palacio imperial, desde cuyo balcón principal arrojaron más monedas a la gente común que los aclamaba. Fueron decretados tres días de fiesta con este motivo, que incluyó varias funciones de teatro y paseos públicos a los que asistieron sus majestades para recibir el aplauso de sus incrédulos súbditos.

De todos los saraos habidos por la coronación del emperador fuera de la capital, destaca una danza que las indígenas de Nuevo México llevaron a cabo con tal fin. Es al mismo tiempo un documento etnográfico que mostraba a los ojos de la “civilización” y a contrapelo de la idea generalizada de esa sociedad sobre los que consideraban “salvajes”, las costumbres de aquella gente, su vestimenta, el orden y la armonía con la que bailaron, y entre otras cosas, el hecho de que las mujeres que participaron tenían “garbo y hermosura natural”, y eran “rosadas de color, regorditillas y muy bien repartidas”.

Información: https://www.imagenradio.com.mx/

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