Por Javier Pérez
Parece un Oxxo cualquiera, aunque no es visible para los peatones de la calle Rafael Rebollar. Para entrar a él primero hay que atravesar el portón que da acceso a la galería kurimanzutto (siempre va en minúsculas, piden) en la San Miguel Chapultepec. Y luego hay que recoger el billete –mitad dólar de 1920, mitad peso de los setenta con unos fragmentos de círculos en anaranjado, rojo y morado en el centro– para “comprar” algún producto. En la tienda, la cual funcionará como tal dentro de la galería hasta el 16 de marzo, se puede cambiar ese billete (únicamente ese) por casi cualquier producto, excepto bebidas alcohólicas, cigarros, productos de farmacia, electrónicos o aquellos cuyos empaques han sido intervenidos por Gabriel Orozco, uno de los artistas mexicanos más influyentes de los últimos tiempos.
Orozco instaló un verdadero Oxxo, una de esas modernas tiendas de conveniencia que no son supermercados, pero sí lugares de autoservicio mucho más grandes que cualquier tiendita de abarrotes de la esquina y que actualmente pululan por la Ciudad de México, para plantear cuestionamientos sobre el consumo y el arte que la semántica y las matemáticas transforman, expanden y simplifican en diversas posibilidades, como el consumo de arte.
“¿Qué principio de ‘nutricionalidad’ sería el que el arte pudiera aportar como para distribuirse en un Oxxo?”, se pregunta Orozco. Él buscó algún mecanismo que contestara la pregunta: “Traté de encontrar una lógica de producción, distribución y consumo que inserto (o injerto) en la funcionalidad de un Oxxo típico, temporalmente experimentando dentro del mundo del arte”.
Fue así como intervino 300 productos de los aproximadamente 3 000 que se ofrecen en cada una de las más de 14 000 sucursales que hay en todo el país de esta cadena fundada en 1978. De ese modo, Orozco hace, en su llamado Oroxxo, una relectura de la iconografía de los productos de consumo cotidiano más comunes del México contemporáneo. Las papas Sabritas, la C0ca Cola, la cerveza Sol, el Pepto Bismol, el Bacardí blanco, la leche Nido, el chocolate Abuelita, condones, veladoras, los Delicados, los tonayita, el pan Bimbo y hasta el anís Mico adquieren otra dimensión con los círculos que Orozco ha pegado en sus empaques, círculos que él ha usado en diferentes momentos de su obra desde principios de los noventa. Aquí funcionan, según él mismo ha explicado, para revelar y, al mismo tiempo, cancelar la imagen del artículo, “produciendo un nuevo, doble significado visual y económico”. De algún modo, un paisaje icónico que rememora la memoria colectiva, pero catapultándola en otras direcciones.
La estampa de Orozco, un artista cuya práctica siempre está influenciada por su contexto, es una ironía, tiene su origen en su trabajo gráfico geométrico. “Ya antes había pegado estas calcomanías abstractas en algunos trabajos y libros míos, siempre utilizando los círculos y ejes y los cuatro colores (rojo, azul, dorado, blanco) que definen los cuadrantes que se crean y su proyección e interacción con objetos de la realidad”.
El trabajo de Orozco siempre ha desconcertado al espectador. Lo ha involucrado en las obras, como en esta ocasión, pero provocándole algo. Muchos lo tildarán de absurdo, exagerado y vacío; otros aplaudirán su osadía y su simbolismo; es seguro que nadie quedará indiferente. Como ocurrió con las tapas de yogur, las estampas son otra forma de ver la caja vacía. Aquí están condensadas, otra vez, todas sus concepciones sobre el arte y su relación con el público, con la sociedad. Aquí está su lectura sobre el mercado del arte.
Los 300 productos se venderán en series individuales de 10 piezas, cada una reduciendo exponencialmente el precio por unidad, para un máximo de 3 000 piezas, que se producirán cuando hayan sido adquiridas.