Por Rogelio Segoviano
Cada que escucho el nombre de Betsy Pecanins o suena en la radio o la televisión alguna de sus canciones, con su inconfundible estilo interpretativo cargado de blues y jazz, a mi mente llegan de inmediato un par de recuerdos de hace algunos años cuando fui a entrevistarla, allá en su departamento ubicado en el famoso Edificio Condesa, que está entre las calles de Pachuca y Mazatlán, en la Ciudad de México.
Betsy Pecanins, junto con Memo Briseño, Cecilia Toussaint, Javier Bátiz, Eugenia León, Marcial Alejandro, Amparo Ochoa y Jaime López habían sido más que un referente musical para una generación de jóvenes universitarios que acudían a sus conciertos en las peñas y festivales populares con sueños de encontrar solución a muchos de los problemas en el mundo. Yo era uno de esos soñadores y Pecanins era de las artistas que más huella había dejado en mis preferencias musicales.
Un amigo en común, el afrotabasqueño Ernesto Márquez, amablemente había intercedido para que Betsy –originaria de Phoenix, Arizona, pero radicada en la Ciudad de México desde que era muy pequeña– me recibiera en su casa. “Ya hablé con la Pecas, te espera mañana a la hora de la comida”, me dijo Márquez. Puntual llegué a la cita. Para mi sorpresa, ella me recibió y me trató como si hubiéramos sido amigos de toda la vida.
Después de una buena comida y un largo rato de charla en el estudio de su departamento, salió de la habitación y regresó con una guitarra. Ya había tenido varias operaciones y utilizaba muletas, por lo que moverse no resultaba fácil para ella. Mientras se acomodaba en una silla con la Ibanez acústica en la mano, sin más me preguntó: “¿Qué canción quieres que cante?”. Aclaró que tocaba mucho mejor el piano que la guitarra, pero que de vez en cuando le gustaba componer y “rascarle las tripas a la lira”. Le respondí que había ido a ver la película La reina de la noche, de Arturo Ripstein, y que me había gustado mucho su interpretación de “La tequilera”. “¡Ah, las rancheras…! Me encantan las rancheras, son el blues de los mexicanos”, dijo ella y comenzó a cantar. Luego cantó dos o tres rancheras más. Esa tarde con la Pecas resultó inolvidable.
El pasado martes (¡maldito martes 13!) me desperté con la noticia de la muerte de Betsy Pecanins. Tenía 63 años de edad y un infarto la sorprendió y acabó con su vida, dijeron sus familiares. Todavía una semana atrás se había presentado en el foro El Tejedor, en la colonia Roma de la capital del país, con el espectáculo Ave Phoenix, con el cual había iniciado gira a finales de agosto pasado en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris. El show tenía el mismo nombre que su último disco, titulado así como un símbolo por su regreso a los escenarios después de casi tres años de ausencia a consecuencia de una lesión en la garganta, además de un guiño a sus raíces gringas, pues ella nació en Phoenix.
Hace cuatro años la cantante, cuyo nombre real era Elizabeth Taylor (no es choro) fue diagnosticada con disfonía espasmódica, una afección neurológica que le hizo perder la voz. “Para mí la enfermedad fue muy difícil. Fue de echarle muchísimas ganas para salir adelante y volver a estar entera. Lo que sí, que el amor al arte siempre ha sido muy grande y ha sido un factor fundamental en mi vida. El canto, la voz cantada, yo lo puse muy arriba, en primer lugar en mi vida, y al no poder hacer eso como antes, pues sí fue para mí una crisis muy fuerte. Pero le he echado muchas ganas para salir adelante y la voz, mi voz… ¡sale porque sale!”, le dijo Pecanins hace apenas unos meses al reportero Arturo Cruz, de La Jornada.
Al momento de su muerte la artista era becaria del Sistema Nacional de Creadores. A lo largo de su vida Betsy grabó 14 álbumes y realizó 11 colaboraciones musicales. Entre sus influencias musicales más marcadas estuvo el bolero, el blues y el jazz, así como fusiones con la música ranchera. Lo mismo podía hacernos estremecer con una canción de Los Beatles que provocarnos el llanto con una de Lucha Reyes.
Previo a su presentación en el Teatro de la Ciudad, a manera de despedida, la Pecas le dijo lo siguiente a la periodista Mónica Maristain, del sitio web de noticias Sin Embargo: “Lo único gringo que me ha quedado es el blues… Soy más mexicana que el chile verde”.