POR JAVIER PÉREZ
No hay un equipo sin un portero que pueda hacer un atajadón, sin alguien capaz de resolver un mano a mano contra un atacante contrario, de achicar los ángulos de disparo o de hacer jugar a su equipo con un despeje con ventaja para la ofensiva. Si el español Galder Reguera jugara, probablemente lo haría de portero. Defiende su pasión futbolera con arrojo, pone el balón del lado de los lectores al sensibilizarlos con su propia pasión mediante un ensayo elogioso que es al mismo tiempo un análisis sobre cómo ven los padres a sus hijos, y viceversa. No por nada este ensayo se titula Hijos del futbol (Los Libros del Lince).
Como hincha del Athletic de Bilbao (de hecho, desde 2009 se encarga de las actividades de la Fundación Athletic Club), elabora un elogio del futbol a partir de una perspectiva poco abordada: la afición a este deporte a manera de un encuentro en el que lo importante es seguir jugando sin importar cómo. Reguera adopta un tono personal, casi confesional, pues habla de esta afición casi como una herencia transmitida de padres a hijos.
El peruano Santiago Roncagliolo hizo del balompié un envoltorio emotivo con el fin de escribir La pena máxima (Alfaguara), thriller situado en 1978 en el que retomó el personaje de Félix Chacaltana, aparecido en esa joyita que es Abril rojo, con la que ganó el Alfaguara de novela. Su apuesta es retomar la sobresaliente actuación de la selección peruana en el mundial celebrado en Argentina (la novela está dividida en siete capítulos, seis de los cuales aluden a los partidos que sostuvo la oncena del Perú y el último a la final) para sacar a relucir movidas políticas puestas en marcha aprovechando las distracciones de los juegos con el objetivo de invisibilizar actos atroces, pero emulando las estrategias con las que se juega un partido.
Eduardo Sacheri (1967) sería como ese medio de contención que da juego y defiende por principio y por final. Ha hecho del tema un sello de su literatura en libros de cuentos como Esperándolo a Tito (2000), los cuales surgen del mundo cotidiano que lo rodea, o en antologías como Las llaves del reino (Alfaguara). Se trata de artículos que mensualmente publicó en la revista argentina El Gráfico entre 2011 y 2013; hay algunos maravillosos en los que la cancha de juego funciona como metáfora de la vida. Destacan “22 de junio de 1986”, “Señores jugadores”, “Cabezas en la playa” y “Las llaves del reino”. Incluso la novela que lo hizo saltar a la fama, La pregunta de sus ojos (adaptada al cine por Juan José Campanella con un plano secuencia que ocurre en un estadio de futbol en pleno juego), toca el tema secundariamente.
Alguna vez Sacheri me dijo: “En este mundo cotidiano está el futbol, como el juego que más me gusta jugar y más me gusta ver. Ahora, el mismo juego es un escenario de representación de cosas más profundas que habitualmente en la vida de las personas están ocultas, camufladas por todo un conjunto de convenciones sociales. Entonces, creo que el futbol implica profundidades y en la literatura uno busca eso también: trascender desde lo evidente hacia lo más profundo, hacia lo menos explícito. El futbol me sirve para recorrer este camino”.
Ahora que si queremos una prosa que apueste por las gambetas, los adornos, los pases de primera y los desbordes largos, nada como el argentino Roberto Fontanarrosa (1944-2007). Hay un libro que recopila todos sus cuentos de “fulbo”: Puro fútbol [sic] (Ediciones de la Flor, distribuido en México por Lectorum). Hay que estar atentos a su estilo, en el que las palabras están al servicio de su ofensiva. El creador de la tira cómica Boogie el aceitoso dominaba la picardía callejera, la anécdota de barriada, la traslación exacta de la “lengua argentina” al texto escrito.
También habría que darle oportunidad a Boquita, de Martín Caparrós, o a El futbol y la guerra: entre balas y balones, de Luis Felipe Silva. Y para leer una crónica de primera, está “10.6 segundos” de Hernán Casciari, que da cuenta del fabuloso gol de Diego Armando Maradona en el mundial de México 86, de su blog Orsai.