El trillado tema del surgimiento del narcotráfico en distintas regiones de Latinoamérica es abordado con un tamiz nunca antes visto en Pájaros de verano (2018), cuarto largometraje de Ciro Guerra, director colombiano que ha puesto a la cinematografía de su país de vuelta en el ojo internacional con su trabajo que ha ganado múltiples premios, hasta incluso llegar a la nominación al Oscar con su cinta anterior, El abrazo de la serpiente (2015).
La hazaña podría repetirse ahora con Pájaros de verano, que suena fuerte como para que, de nueva cuenta, Guerra alcance la nominación al Oscar en la categoría de Mejor Película Extranjera.
Codirigida por su antes productora, Cristina Gallego, la filmación de esta cinta es de esas que enfrentan todo tipo de caos: no sólo es el reto de filmar en el desierto, con 2 000 extras en locación, también es la batalla constante con el clima; inundaciones, ventarrones, sequías y más. Afortunadamente, estos problemas no se reflejaron en la pantalla; al contrario, estamos ante una película con una fotografía espectacular, que resalta el color de la vestimenta de la comunidad por encima de los tonos ocres del desierto en el cual vive.
Ambientada en los años sesenta, Pájaros de verano dista mucho de ser el clásico relato sobre la vida narca –tan común ahora en cine como en series de televisión–, y pone la mirada en el fenómeno que ocurre cuando el tráfico de drogas llega a zonas indígenas. Así, esta cinta es la crónica del surgimiento del narcotráfico en la región colombiana conocida como La Guajira, lugar donde se habla primordialmente el wayúu, por lo que gran parte de la cinta está hablada en esta lengua.
La cinta inicia mostrando el ritual de pasaje a la adolescencia de Zaida (Natalia Reyes), quien es pretendida por Rapayet (José Acosta) pero rechazada por los padres de la ahora adolescente. Moisés (Jhon Narváez), amigo de Rapayet, lo convence de vender marihuana a unos gringos hippies que visitan el lugar. El mercado es prolífico y las ganancias son de no creerse. Así es como empieza una aventura que, por supuesto, acabará mal.
Narrada en un tono casi de documental, de colores vivos, aunque con actuaciones por momentos parcas, la cinta se distribuye en capítulos que siguen el progreso clásico del fenómeno: el inicio, la corrupción, la cumbre, la violencia, el final trágico. En todo momento se resalta la jerarquía tradicional de la región donde el matriarcado aún opera y donde las más inesperadas figuras de poder aparecen, como es el caso del mensajero, que en todas las escenas se muestra tras unas enormes gafas oscuras y sombrero de cowboy.
La parquedad y falta de emociones transmitidas en la pantalla son los pasivos principales de la cinta. La solemnidad por momentos sepulta la historia y el filme mismo, pero aun con ello, la película es destacable por lo ambicioso de la premisa. Estamos frente a un filme de gánsters indígenas con pequeños tintes de realismo mágico a lo García Márquez y una fuerza que irremediablemente recuerda por momentos a El padrino.
Pájaros de verano es una muy necesaria actualización de un subgénero que empieza a mostrar signos de decadencia: el de las historias narcas. Y lo hace por las vías más complicadas: las del cine casi de guerrilla, que enfrenta los retos de una filmación en locaciones con poco control de los elementos, con vestuarios fastuosos, con miles de extras y fuera de Hollywood.
Cuando en una reciente entrevista preguntaron a los directores por qué lo hacían, simplemente contestaron: “Por insensatos”; y quizá tengan razón.
Dirección: Ciro Guerra, Cristina Gallego.
Guion: Maria Camila Arias, Jacques Toulemonde Vidal.
Producción: Cristina Gallego, Katrin Pros. Colombia, México, 2018.
Fotografía: David Gallego.
Edición: Miguel Schverdfinger.