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Espanglish: símbolo de la resistencia moderna

Hace unos años, el espanglish cargaba el estigma de ser un slang de delincuentes, inmigrantes indocumentados, vagos, flojos que preferían hacer un desastre de sintaxis antes que hablar con propiedad. Pero esa deshonra se está borrando. ¿Se está convirtiendo acaso en una lengua nueva, símbolo de resistencia cultural?
25 de Febrero 2018
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POR ÓSCAR BALDERAS

En algún momento del fin de semana, cualquiera de este año, Carlos Santillán se sentará en el pórtico de su casa en Fort Lauderdale, Florida, abrirá una cerveza helada y esperará pacientemente a que lleguen sus amigos para una tradicional partida de dominó. Cada vez que vea a un amigo que hace unos días no saluda, acercarse a su casa, abrirá los brazos y con esa voz ronca que le han carraspeado los habanos gritará feliz: “¡Pasa, quenedito!”

Desde lejos, las palabras de Carlos Santillán –un joven diseñador de origen cubano, pero más hecho al molde de la vida de Estados Unidos que una cheese hamburger– sonarán inaudibles. A unos les parecerá oír “kinidito” y a otros “quendito”, sin embargo, lo que Carlos grita a fin de saludar a sus amigos es puro espanglish, fácilmente comprensible para la comunidad hispana: un quenedito es un kennedito, es decir, un Kennedy pequeño, un John F. Kennedy, un expresidente de Estados Unidos que para los cubanos exiliados en Florida se vendió al régimen de los Castro. Por ende, un quenedito es una forma amistosa de decirle a un amigo que es un traidor por faltar a su palabra de jugar dominó el sábado pasado, pero que aun así se le piensa con cariño.

Y como esas palabras, hay miles: los maifrends son los amigos que llegan a casa de Carlos en sus trocas o trucks, traen lonche o lunch y después gamean o ven el juego de futbol. Unos grincarean o caminan por el barrio con su Green Card en la bolsa, y otros van por la vida despreocupados, chilleando o relajándose.

—¿Vamos a jugar, o what’s the deal? Acércate, quenedito, y ábreme una beer que el heat me está matando.

Para la comunidad bilingüe de Florida, la que habla español e inglés, poco a poco el espanglish –la mezcla de ambos idiomas con el propósito de formar un código propio– conquista la aceptación de los barrios cubanos. Antes, los residentes de la costa oeste de Estados Unidos estaban acostumbrados a escuchar esa variante lingüística en estados colindantes con México, como California o Texas, y se habían resistido a adoptarla como suya. El espanglish cargaba el estigma de ser un slang de delincuentes, inmigrantes indocumentados, vagos, flojos que preferían hacer un desastre de sintaxis antes que hablar con propiedad. Pero esa deshonra se está borrando.

Mucho ha cambiado desde que, en 1496, el lingüista Antonio de Nebrija insertó la primera palabra reconocida como espanglish en su Gramática de la lengua castellana: “canoa”, una variante de canoe, que en inglés se refiere a una embarcación pequeña y ligera de poco calado. Para Ilan Stavans, el famoso lexicógrafo y teórico de la Universidad de Columbia, la creación y reconocimiento de la palabra canoa “es el testimonio que las colonias no son sumisas, que terminan reconfigurando las entrañas del imperio que las dominó”.

Esa es la reivindicación del espanglish en los últimos años: en Estados Unidos, donde la lengua materna es el inglés, aunque hay más de 50 millones de hispanohablantes, el espanglish se levanta como una batalla cultural; como una manera de defender la identidad en un país con crecientes episodios de xenofobia hacia los migrantes que hablan español en público.

La deshonra también es una batalla ganada en rounds: en 2012, la Real Academia Española de la Lengua cedió a las presiones de cientos de lingüistas y accedió a incluir “espanglish” en su diccionario, gracias a la frecuencia de su uso. Lo que debió hacer felices a sus promotores, terminó enfadándolos. La RAE definió, en aquel momento, a esa variante lingüística como una “modalidad del habla de algunos grupos hispanos de los Estados Unidos, en la que se mezclan, deformándolos, elementos léxicos y gramaticales del español y del inglés.”

“¿Deformándolos? ¿En qué siglo vive la Academia, el XVIII, cuando se fundó; el XXI, en el que vivimos? A estas alturas del conocimiento lingüístico, describir el contacto dinámico entre dos lenguas como una deformación es rechazar la base misma del desarrollo verbal. Toda lengua viva está en constante movimiento”, criticó hace cinco años Ilan Stavans en un texto del diario mexicano La Jornada. Pasarían, al menos, cuatro años para que el espanglish tuviera el reconocimiento merecido y la RAE quitara la palabra de la discordia: “deformándolos”.

Sin embargo, la culpa no era enteramente de la RAE. Antes de ese histórico cambio de postura, incluso quienes buscaban mostrar la riqueza del espanglish al mundo coincidían en el estigma que significaba mezclar español e inglés.

Una de las escritoras clave para visibilizar el terreno que ganaba el espanglish en Estados Unidos fue la puertorriqueña Ana Lydia Vega, quien desde Nueva York escribió en 1977 su obra cumbre, Pollito chicken, cuyo título alude a una popular canción entre hispanos para aprender a hablar inglés. Su libro se convirtió rápidamente en emblema de los usuarios del espanglish de la mano de su personaje principal, Suzie Bermiúdez, una mujer que se tiñe obsesivamente el cabello con tonos rubios y busca afanosamente desaparecer de su voz esa inflexión latina que delata que no es estadounidense; no obstante, cada vez que va de vacaciones a su tierra natal y regresa a su vecindario anglosajón le es imposible no hacer un mix de español e inglés.

“I really had a wonderful time, dijo Suzie Bermiúdez a su jefe tan pronto puso un spike-heel en la oficina. San Juan is wonderful, corroboró el jefe con benévola inflexión, reprimiendo ferozmente el deseo de añadir: I wonder why you Spiks don’t stay home and enjoy it”. Así comienza Pollito Chicken.

En aquel tiempo, la crítica literaria abrazó el libro. Lo llenó de elogios: audaz, atrevido, honesto. Pero en el fondo, muchos reseñistas celebraban una temprana puñalada al espanglish.

La crítica literaria Dolores Soler-Espiauba festejó en el libro de Ana Lydia Vega el estereotipo de la aculturación del emigrante, la vergüenza que este puede sentir de sus “orígenes miserables” hasta el punto de renegar de ellos y “los patéticos intentos de integración en una cultura que no consigue asimilar”.

El paso de los años permite ahora leer las obras emblemáticas del espanglish desde otro cristal. La apropiación de la lengua que ya no es considerada un atajo intelectual, sino un recurso para enriquecer a los vecindarios, no aísla, suma. Y es tan válido como los emojis de hoy. Se usa en la publicidad de comida rápida, en folletos de hospitales y aseguradoras, en los periódicos escolares de las universidades e incluso en las señales de tránsito del gobierno de Calexico, California.

Eric Johnson, estudioso del espanglish en la Universidad Estatal de Washington, además recomienda su uso en los salones de clases: no sólo cultiva a quien lo escucha, sino que honra la identidad personal de los estudiantes. El espanglish es beautiful y divertido, suele decir en sus conferencias.

Para Carlos, es probable que sea algo más simple: el espanglish le da la oportunidad de meter nuevas palabras, propias, a un diccionario que no es el suyo. Lo obliga a estar atento y pensar más cuando habla, como cuando janguea o sale a la calle con sus broder o amigos más cercanos, se parquea o estaciona cerca de un mol o centro comercial. Desde ahí me lo imagino caminando, rebotando de felicidad por los pasillos hasta que vuelve a ver a un viejo amigo a la distancia.

“¡Eh, oye tú! –grita en un perfecto español que en segundos se transforma en inglés, un gesto tan simple y cotidiano con el que el espanglish se abre paso–, wanna have a cerveza, quenedito?”

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