Cuando abandonó la furgoneta –la Rambla de Cataluña sumida en un caos sin precedentes– y se enfiló con lentitud hacia el Mercado de la Boquería para perderse entre la muchedumbre, el veinteañero Younes Abouyaaqoub, el terrorista de Ripoll, no podía saber que había contribuido a detonar una bomba, aun más destructiva que cuantas pensaban colocar él y los suyos en varios puntos de la ciudad: la bomba expansiva del temor al extremismo doméstico, ese que se engendra, desarrolla y estalla dentro de casa. En plena cocina.
No podía saberlo, porque ese tímido, largirucho y algo callado estudiante modelo, exjugador amateur del Ripoll Club Futbol, que había dejado tras de sí trece personas muertas y más de cien heridas a lo largo de la Rambla, quizá sólo pensaba en salir de ahí, no ser descubierto y caminar, lo más pronto posible, los cinco kilómetros que lo separaban de la Zona Universitaria, el punto ideal para escapar de la ciudad sin dejar rastros.
Quizá sólo pensaba en robar ese Ford Focus que veía llegar al estacionamiento de la zona universitaria conducido por Pau Pérez, y en la mejor forma de apuñalar al conductor a fin de que que no opusiera resistencia, ni estorbara.
Quizá sólo pensaba en cómo burlar el retén de seguridad que los Mossos d’Esquadra habían colocado ya a media Avenida Diagonal, con el propósito de bloquear el paso hacia la ronda que conduce a las afueras de la ciudad condal, y en los impactos de bala que recibían él, su automóvil robado y el cadáver todavía tibio de Pau Pérez que llevaba al lado, luego de pasar junto a los guardias sin detenerse.
Younes quizá sólo pensaba, y por supuesto que esto es una especulación, que el laberíntico edificio Walden, el emblema del Polígono Industrial Sudoeste, sobre la carretera 340, era el sitio ideal para abandonar el Focus y el cadáver, y caminar, durante muchas y todavía nada ciertas horas, hasta llegar a San Sarduni de Noya, detrás de aquellas montañas, a fin de esconderse entre las viñas, con la cintura ceñida por su falso cinturón de explosivos. Y esperar.
Younes no podía saber que había ayudado a detonar una bomba más peligrosa, de efectos aún inciertos, a diferencia de la que accidentalmente estalló en Alcanar y mató días antes a sus compinches Abdelbaki Es Satty, Youssef Aalla y Mohamed Houli Chemlal (la que presumiblemente obligó a toda la célula terrorista a cambiar sus planes de hacer volar por los aires la iglesia de la Sagrada Familia). Porque ese explosivo, el que jamás supo que activó, se detona distinto.
Se detona después de que la televisión española comenzó a dar cuenta de un atentado en el corazón de Cataluña, en el corazón de la España mediterránea, e hizo eco de frases como: “Se presume la acción de un hombre de apariencia marroquí” o “Se habla de la participación de musulmanes ilegales”, y dejó abierto el audio de la cadena nacional para que todo el reino escuchara algunos de los gritos de la calle: “Fuera moros”, “Expulsemos a todos los malditos musulmanes de España”.
Esa bomba se detona, como cualquier miedo que se cuela igual que la humedad por las paredes, cuando el relato atropellado y confuso del segundo atentado, en la costa tarragonesa de Cambrils, anunció que los responsables –Moussa Oukabir, Houssaine Abouyaaqoub, Said Aalla, y los hermanos Mohamed y Omar Hichamy– “son terroristas que llegaron de África con la única intención de matar”, pero “afortunadamente ya todos han sido abatidos por la policía”. “Cazados como perros”, publicó alguno.
Se detona cuando, tras leer una carta de Raquel Rull, la maestra educadora que conoció al muchacho en su escuelita de Ripoll y escribió “Cómo puede ser Younes…? Me tiemblan los dedos, no he visto a nadie tan responsable como tú”, alguien escribe como respuesta “Malditos moros, no merecen nuestra compasión”.
Se detona en movilizaciones como la anunciada el 18 de agosto por la mañana, “Stop a la islamización de Europa #StopIslam”, en la que se difunden mensajes de apoyo tan enfáticos, tan dramáticos como:
“Demasiado prematuro, aún deben morir decenas de miles de inocentes para que los giliprogres que nos gobiernan y los que copan los medios de comunicación se den cuenta de lo que es obvio y que ya sabían nuestros antepasados hace más de mil años, y es que el islam es incompatible con los valores cristianos y occidentales y que la única solución posible es la prohibición del islam y la expulsión de todos los musulmanes de España”.
Se detona, cuando los movimientos islamistas radicales, identificados con el terrorismo global que lucha por expulsar a los ejércitos europeos y estadounidenses de Medio Oriente, se adjudicaron el ataque en Las Ramblas y la gente del Mediterráneo pidió, exigió a sus gobernantes, “Ojo por ojo con esos hijos de la gran puta”.
A la mañana siguiente de los atentados, en una ciudad acordonada por patrullas y silencio, cuando el rey Felipe VI, junto con la reina Letizia, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, y la alcaldesa de la ciudad, Ada Colau, encabezaron la ceremonia pública para recordar a las víctimas de Younes, en medio de una Plaza Cataluña sellada herméticamente por la Policía Nacional y los Mossos d’Esquadra, fue evidente que las revisiones se intensificaron sobre todo en aquellas personas cuya apariencia física daba un tipo muy específico: “moro”.
Fue evidente, y lo notamos muchos, cuando se comenzaron a conocer los pormenores de los sucesos previos a los atentados, el proceso de radicalización en el que quedaron inmersos los jóvenes que atacaron La Rambla y Cambrils con furgonetas alquiladas con el objetivo de dañar gente, y los patrones, poco comunes, totalmente ajenos a cualquier fórmula elemental, a cualquier coincidencia que han encontrado en torno a sus vidas.
El diario catalán La Vanguardia difundió en días pasados reflexiones del experto islamista Alberto Bueno, académico de la Universidad de Granada, que pasaron casi inadvertidas para el resto de los medios: en el caso de estos jóvenes, incluido Younes, no hay indicios previos de una radicalización súbita, ni ruptura familiar, ni cambios violentos que pudieran haber indicado, al menos someramente, que se estaban convirtiendo de pronto en gente peligrosa para la sociedad.
Eran muchachos que nacieron en Ripoll o llegaron siendo bebés, como Younes, que tenían amigos, novias, círculos cercanos, que eran conocidos y hasta reconocidos en su comunidad y estaban todo lo integrado que puede estar un muchacho con la piel del color de la canela y los rasgos magrebíes que ellos tenían.
Ni siquiera eran pobres o analfabetas, ni tenían condiciones socioculturales demasiado adversas como para suponer una cooptación desde lo económico. Eran muchachos de pueblo, como explicó Bueno. La segunda generación de inmigrantes con identidad. Eran, como dicen de Younes algunos de los jóvenes que le conocieron, “un tío de puta madre”.
Las investigaciones continúan abiertas con los pocos responsables vivos, a pesar de que la policía abatió a la mayoría de los integrantes de esa célula terrorista de la Yihad y el resto de participantes, incluido el imán de Ripoll, Abdelbaki Es Satti, presunto cerebro de toda la operación, quien murió también pero durante la explosión accidental ocurrida días antes.
Continúan abiertas y buscan desentrañar el misterio del porqué los muchachos hicieron lo que hicieron. Por qué esos jóvenes sanos, fuertes, como cualquier otro español, se convirtieron en asesinos, en terroristas. Por qué el extremismo llegó a España y se metió hasta su cocina.
Mientras en las calles de la ciudad, en los barrios habitados por migrantes, aparecen nuevas pintas, nuevos mensajes, nuevas advertencias, “Fuera moros”: esa bomba que Younes ayudó a detonar, cuando abandonó la furgoneta –la Rambla de Cataluña sumida en un caos sin precedentes– y se enfiló con lentitud hacia el Mercado de la Boquería, para perderse entre la muchedumbre.