Hace dos semanas, la tierra tuvo fiebre. De acuerdo con lo publicado por el exclimatólogo de la NASA James Hansen, y otros expertos, en el Earth Systems Dynamics Journal, la temperatura en la superficie terrestre alcanzó el punto más alto en los últimos 115 mil años.
El mismo documento afirma que el planeta se ha calentado gradualmente a una media de 0.18 grados Celsius por década durante los últimos 45 años, en particular por las emisiones de gases de efecto invernadero.
Lo cierto es que la temperatura promedio global se mantiene en aumento y los científicos afirman que, para el año 2050, el planeta será un lugar peligroso para vivir. Una de las principales apuestas para reducir la emisión de gases de efecto invernadero es el uso de biocombustibles, sin embargo, cada vez más voces alertan que, después de todo, estos no son tan amigables con el medio ambiente.
¿Remedio o enfermedad?
Los biocombustibles –fabricados a partir de materia orgánica, principalmente jatrofa, maíz y caña de azúcar– reducen más de 30 por ciento la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera, en comparación con los combustibles fósiles. Sin embargo, esta bondad ambiental queda neutralizada –y muchas veces rebasada– cuando se analiza su balance energético global, es decir, los aspectos negativos contaminantes, inherentes a su producción.
La Alianza Global de Combustibles Renovables, establecida en Canadá, estima que la sustitución de combustibles fósiles por biocombustibles evitó el envío de 169 millones de toneladas de gases de efecto invernadero a la atmósfera, lo que representa la emisión total del mismo año de República Checa o la mitad de la de España. No obstante, el reporte no considera las emisiones generadas en la producción y distribución de los biocarburantes, es decir, solo contempla los puntos positivos, sin restar a ellos los negativos.
Para tener un análisis objetivo, es necesario poner en la balanza tanto las emisiones evitadas o reducidas, como los detrimentos provocados por la misma producción del biocombustible. A esto se le llama balance energético. Por ejemplo: la extensión de tierra destinada a su producción, el uso de agua y otros recursos, así como el combustible fósil utilizado para su producción y distribución.
Y es que para producir los biocombustibles se requieren grandes extensiones de tierra para siembra y cultivo de los insumos. Joe Fargione, científico de la organización Nature Conservancy, publicó a principios de este año en la revista Science, un informe donde anota que la conversión de hábitats naturales –como bosques y selvas– en campos de sembradío para biocombustibles libera más carbono a la atmósfera que lo que el uso de biocombustibles evita: “Si se trata de mitigar el calentamiento global, simplemente no tiene ningún sentido dedicar tierras vírgenes a la producción de biocombustibles”, explica.
La Amazonia, en Brasil, advierte Fargione, ha sido una de las zonas más dañadas en este sentido, pues el gigante sudamericano es uno de los líderes en la producción de biocombustible y ha transformado vastas regiones de tierra selvática en terreno para cultivo de caña de azúcar, el insumo principal del etanol.
A esto hay que sumar la contaminación del proceso de siembra (tractores, fertilizantes, agua), la liberación de carbono a la atmósfera al cosechar y el uso de energéticos en la distribución.
Al final, los biocombustibles son menos eficientes que los combustibles fósiles, explica Fernanda Figueroa Díaz Escobar, especialista en Recursos Naturales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Para que los biocombustibles sean realmente benéficos para el medio ambiente, deben arrojar un balance energético positivo, es decir, que después de calcular el ahorro de emisiones contaminantes, se le resten los impactos negativos (energía gastada en su producción y distribución, deforestación provocada, principalmente), y su uso reporte ganancias medioambientales.
El reporte Biocombustibles: Perspectivas, riesgos y oportunidades, elaborado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), reconoce que si bien “el maíz destinado a la producción de etanol puede generar un ahorro de gases de efecto invernadero de 1.8 toneladas de dióxido de carbono por hectárea al año, la conversión de pastizales para producir estos cultivos puede emitir unas 300 toneladas por hectárea y la conversión de tierras forestales puede emitir entre 600 y 1 000 toneladas por hectárea”.
En ese mismo sentido, un estudio hecho por el Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales, sobre 26 biocombustibles de los líderes en el campo (Estados Unidos, Brasil, Unión Europea y Malasia), descubrió que aunque 21 de ellos efectivamente reducen las emisiones de gases de efecto invernadero, en comparación con la gasolina, 12 tienen mayores impactos ambientales agregados que los combustibles fósiles.
Los gobiernos del mundo comienzan a prestar oídos a las alarmas de los científicos y la producción de biocombustibles comienza a estancarse. Mientras que en 1990 solo dos países (Estados Unidos y Brasil) produjeron siete millones de barriles, para 2010 unos 30 países producían ya 61 millones de barriles al año. Entre 2014 y 2015, la producción de biocombustibles creció apenas 0.86 %, de acuerdo con estadísticas de la empresa BP Global.
Basura, la solución
El consenso internacional aboga por reducir paulatinamente el uso de combustibles fósiles. México es responsable de 1.4 % del total de las emisiones del carbono en el mundo –417 millones de toneladas de dióxido de carbono–, de acuerdo con un reporte de la Agencia Internacional de Energía (IEA, por sus siglas en inglés).
Algunas opciones han volteado la mirada hacia los desechos, ya que “los biocombustibles producidos a partir de productos residuales, como desechos orgánicos o reciclado de aceite de cocina son más eficientes”, agrega el análisis de la FAO.
Erick Villagómez fundó en 2014 Green Energy Develpment, una empresa dedicada a convertir llantas desechadas en combustible. “Conocía la alta demanda del combustible y que constantemente está subiendo. Vi los biocombustibles con jatrofa, etanol y algas, pero no son tan redituables y casi debía convertirme en agrónomo. Además, no son tan convenientes porque hay que mezclarlos con diésel normal. A veces sale más caro producir el biocombustible que combustible fósil”, explica.
Entonces alguien le habló de la pirólisis, un procedimiento que a través de la incineración sin oxígeno podía ayudarle a convertir llantas desechadas y aceite quemado de motor, en combustible. En la planta piloto, fundada en Tijuana, Baja California, ya producen cerca de un millón de litros de biodiesel al año.
“Estamos eliminando del medio ambiente 30 toneladas diarias de desperdicios y con cero emisiones”, asegura Villagómez.
Aunque los métodos son variados, el consenso es uno: sustituir por completo el uso de combustibles fósiles. Algunas ciudades ya dan el ejemplo y los han eliminado de su vida o lo conseguirán durante los próximos 30 años: Estocolmo, Oslo, Berlín y Copenhague. Para México también vendrá el turno. ¿Cuándo?, es la pregunta.