POR SEBASTIÁN SERRANO
Mari viajó en diciembre del año pasado a Maracaibo con el propósito de visitar a su familia. Llegó a la ciudad a la media noche y lo primero que le impresionó fue que en todo el trayecto del aeropuerto a su casa no vio a absolutamente nadie, ni un carro, ni un perro, ni un peatón. Tres horas después se despertó con un ruido fuerte, se asomó a la ventana y observó que en la otra acera de su casa se incendiaba un carro; nadie reaccionó. “Bomba molotov”, dijo su hermana medio dormida. En seguida llamaron a los bomberos. Intentaron pedir ayuda, pero no recibieron respuesta, nadie apareció para apagar el fuego, el carro se consumió en llamas hasta la mañana siguiente.
Cuando le pregunto que cuál es la impresión que tiene de la situación actual en Venezuela, me dice que es la de una película apocalíptica, las calles totalmente vacías, como si siempre fuera domingo. Pero, de pronto, aparece algo aleatorio que rompe la tranquilidad: basureros en llamas, señales públicas arrancadas, vecinos que pintan grafitis en las calles. Y para alimentar más esa atmósfera enrarecida, irrumpen de golpe los motorizados colectivos, paramilitares encapuchados que controlan las calles mediante el temor, vestidos de civiles y armados con ametralladora. Dan su ronda en motos gritando consignas a favor del gobierno. Ante ese panorama, si no es necesario, la gente prefiere no salir.
María José vive desde hace 17 años fuera de Venezuela y acaba de recibir a sus papás que llegaron a México por una temporada a fin de realizar un tratamiento médico. Por la experiencia de familiares, ella comenta que el día a día se ha convertido en algo muy complejo, “hay muchas cosas en un nivel de logística familiar que se vuelven una travesía, ir al súper el día en el que te toca porque si vas y no te corresponde por cédula de identidad ese día, pues no puedes comprar ciertos productos. O por ejemplo, hacer la fila con el objetivo de comprar productos básicosw sin saber si van alcanzar para ti. Cosas como que tu jefe te dé el día libre para poder ir a comprar porque no sabes cuánto tiempo puedes demorarte. Que alguien en tu casa se enferme pero que no haya la medicina en ninguna farmacia, o que en el hospital no tengan medicamentos, o que no puedan cumplir con los protocolos de salubridad por falta de luz y agua”.
Mari dice que a los pocos días de haber llegado tuvo que ir al banco a cambiar dinero y después de hacer una fila de dos horas, le dijeron que no había efectivo; en las semanas en las que estuvo no logró conseguir bolívares porque estaban agotados. También recuerda las largas filas en los supermercados, cómo todo estaba sucio y una vez que lograban entrar, no le alcanzaba ni para comprar verduras. Cuando regresó a México quería abrazar el supermercado. “Un kilo de arroz me costó 18 500 bolívares, el mismo precio que había pagado tres años antes por mi vuelo de avión”. El tipo de cambio se modifica casi cada hora. Según información de BBC Mundo, el incremento de la inflación, en el primer semestre del año, llegó al 176 %, y el bolívar sigue su caída en picada, en el último mes se depreció 45 %, situación que alimenta la especulación sin control.
La caída en los precios del petróleo, acompañada por una mala política de expropiaciones y control de precios, ha acabado con el sector productivo del país. Por otra parte, la incapacidad del gobierno para administrar su enorme aparato burocrático, lo ha llevado a imprimir dinero sin control. Los ingresos de la población ya no son suficientes y las cosas se han encarecido por encima de la capacidad de compra de los ciudadanos.
Andrés Medina abandonó su vida en Caracas en 2010, tenía a su favor la nacionalidad colombiana. “El fuerte enfrentamiento político, el desabastecimiento de productos básicos, el colapso de la economía a causa de la devaluación del Bolívar y la inflación, así como la inseguridad que se vive constantemente, hicieron de Venezuela un país en el que no se puede vivir tranquilamente”.
Según información de la revista colombiana Semana, cada día 25 000 venezolanos cruzan los 2 294 kilómetros de frontera que unen a los dos países. La mayoría lo hacen en sus carros o arrastrando las maletas a través del puente internacional Simón Bolívar que comunica a las ciudades de San Antonio de Táchira y Cúcuta, el principal punto de unión entre los dos países. Sin embargo, otra parte de la población atraviesa los más de 288 senderos que se han detectado, en los cuales se trafica desde gasolina, droga, hasta carne. Incluso se da un fenómeno que la policía de la frontera colombiana ha llamado el “pitufeo”: las personas transportan dentro de sus maletas entre uno o dos kilos de carne, que venden de casa en casa en los barrios más humildes de la frontera a fin de comprar arroz, maíz para las arepas, frijoles y regresar al lado venezolano con comida no perecedera.
A pesar de este reto que va incrementando a la escala de crisis humanitaria, Colombia no ha cerrado las puertas, ni ha considerado levantar vayas o muros para frenar a la población necesitada. Todo lo contrario, crearon un permiso especial de permanencia para regularizar la situación de 230 000 venezolanos, con el fin de combatir la informalidad y que puedan trabajar legalmente, según la Revista Semana. Pero el experimento más interesante es la creación de un corredor escolar humanitario, consistente en centros educativos para más de 3 000 niños que pasan a las ciudades fronterizas con el propósito de continuar su educación.
Andrés explica que, en su caso, la mayoría de sus familiares y amigos cercanos abandonaron Venezuela. Muchos han emigrado a los Estados Unidos, Canadá, España y diferentes lugares latinoamericanos. “Sin embargo, aún tengo personas cercanas que viven en el país. Algunos porque no han tenido la posibilidad de irse y otros porque aún creen en la recuperación de Venezuela y están allá luchando cada día en contra de la situación, marchando y protestando por un mejor futuro”. Mari comenta que en Maracaibo todavía viven su hermana y su cuñado que son médicos, y su mamá que cuida a las sobrinas. Su cuñado dice que él no se va a ir que no piensa abandonar todo lo que ha conseguido y por lo que ha trabajado para regalárselo al gobierno. En el caso de María José, también los conocidos que han tenido la posibilidad de vender sus cosas se han ido, pero ella que lleva la mitad de su vida fuera de su país, agrega que “ser extranjero nunca es fácil, y siempre implica un periodo de adaptación con un costo alto: siempre, siempre, serás extranjero, aunque tengas la nacionalidad del país que te acogió”. Y por eso invita a generar estrategias de apoyo con medicinas y alimentos para los venezolanos que están allá, y ayudar adaptarse y conseguir empleo a los que lleguen.
No se comprende cómo en Venezuela que, según estimaciones, tiene una reserva petrolera mayor a la de Arabia Saudita, la gente no tiene qué comer. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), elaborada por las principales universidades del país, el índice de pobreza llegó al 82 % de los hogares. Mari recuerda que todas las personas que vio en la calle estaban flacas, “vi a la gente buscando comida en la basura”, remarca en tono angustiado. Agrega que a una amiga que tiene un restaurante, la han robado tres veces, pero no se han llevado muebles, sino la comida, absolutamente toda la comida, huevos, arroz, sal, azúcar; no le han dejado nada.
Para María José lo único positivo de la situación es que durante los momentos de necesidad las personas sacan lo mejor de su creatividad y solidaridad. “Según lo que me cuentan, la gente entre amistades y familiares generan redes de intercambios, sobre todo cuando de medicinas se trata. Aunque la dificultad e irregularidades que surgieron del mercado negro y de la devaluación de la moneda, hacen que predomine la ley del más vivo, del más fuerte, del que vio cómo sacarle más a una situación sin detenerse a pensar en el otro. Es triste pensar que en este momento los venezolanos tienen hambre y sufren abusos de toda índole.”
Según información publicada por The Economist, el verdadero soporte que tiene el gobierno son las fuerzas armadas, a las cuales se les ha dado el control de la importación y distribución de comida, así como de los puertos, aeropuertos, ciertos bancos y el sector minero. Algunos incluso tienen el poder de acceder a dólares baratos por medio de la tasa de cambio oficial de un dólar por 10 bolívares, para venderlos en las tasas más reales del mercado negro: 9 000 bolívares por dólar. Mari comenta que en algunas zonas se ven los enormes contrastes, casas superlujosas, carros nuevos, y todo el mundo sabe que son de militares o narcos, que son los únicos que pueden tener esa capacidad adquisitiva y tienen la impunidad de presumirla sin vergüenza.
Cuando estuvo en Venezuela, hace 8 meses, Mari percibió mucha incertidumbre en el ambiente, “la gente no sabe qué hacer, no tiene posibilidad de pensar en revueltas o en oposición, tiene que pensar en la vida básica, qué van a comer, de qué van a vivir, están trabajando y haciendo las cosas como pueden”. Agrega que en la calle veía a la gente con cara de descontento y fastidio, resignada a su situación y totalmente apática. Las personas no ven opciones claras ni ideas concretas, esperan que les digan qué hacer. Sin embargo, en el fondo ve que hay mucha tensión, la gente está desquiciada, cuando pueden rompen o queman el mobiliario público.
Por su parte, Andrés considera que “tiene que haber un cambio político para que realmente haya un viraje significativo en la situación del país. Mientras esto no suceda, la crisis se va a agudizar y será cada vez más crítica”. María José agrega: “Venezuela en este momento está en llamas, la gente no solo está enojada, sino está harta y hambrienta, esas circunstancias orillan y sacuden la humanidad de cualquiera. Yo creo que las muertes y el conflicto en las calles seguirán hasta que haya una transición… Todo abuso de poder en cualquier esfera hay que denunciarlo, son muchos los agravios hacia la población y eso no puede quedarse callado”.
Lo cierto es que la gente está hambrienta, no tiene medicinas y abandonará el país como pueda, arrastrando sus maletas, quizá con un kilo de carne escondido a fin de comprar arroz, con la idea de no volver y empezar de nuevo en otro lugar, lejos de otra revolución fallida.