Revista Cambio

¿Problemas de memoria?

POR ÉMILIEN BRUNET / BERLÍN, ALEMANIA

Un grupo de periodistas nos dirigíamos en autobús público al campo de concentración nazi de Buchenwald, uno de los más grandes de Alemania y en el que murieron, entre 1937 y 1945, casi 60 000 seres humanos a causa de enfermedades, torturas, experimentos médicos demenciales o ejecuciones.

El bello paisaje boscoso que conduce a la colina donde se halla el lugar se esfumó violentamente cuando subió al autobús un muchacho con la cabeza rapada, botas negras, vestimenta paramilitar y los brazos tatuados con una cruz gamada y otros símbolos conectados con el nazismo.

Era 2006, el año de la Copa Mundial de Futbol en Alemania, durante la cual, por primera vez desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, los alemanes se atrevieron a ondear su bandera nacional en las calles sin temor a ser tachados de ultranacionalistas.

Más de una década después, tras una dolorosa crisis del euro y la llegada masiva de refugiados, en el país europeo que parecería menos propenso a abrazar nuevamente ideas xenófobas y racistas, un partido de extrema derecha, Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán), se ha posicionado como una fuerza electoral viable que incluso durante un periodo de tiempo fue la tercera más votada.

“Salvo que pase algo extraordinario, AfD entrará al Bundestag (Parlamento federal) con 9 % de votos en las próximas elecciones legislativas de septiembre. Eso significa que cuatro millones de alemanes votarán por la extrema derecha”, señala Franco Delle Donne, experto en comunicación política y autor –junto con el corresponsal Andreu Jerez– del libro de próxima aparición El retorno de la ultraderecha a Alemania.

“Es momento de que los partidos tradicionales alemanes se den cuenta de que el problema no está en los votantes de AfD, sino en su propia incapacidad para entender las demandas de la sociedad y convertirse en articuladores de las mismas”, agrega el escritor.

Para los jovencitos alemanes, dice, las creencias de la extrema derecha comienzan a formar parte del pensamiento colectivo y no son repudiadas de inmediato.

“Hay chicos que nacieron en 1999 y votarán este año. Cuando Angela Merkel, de la Unión Demócrata Cristiana (CDU, siglas en alemán) comenzó a ser canciller, ellos eran muy niños. Hay generaciones enteras que no conocen otro gobierno que el de Merkel; además, salvo un periodo corto, el Partido Socialdemócrata ha gobernado en coalición con ella. En Alemania hay un clima de que es necesario un cambio y AfD lo aprovecha”.

EL SURGIMIENTO

Delle Donne explica la vertiginosa progresión y los límites de AfD, que acaba de cumplir apenas cuatro años de su fundación realizada en un congreso en Berlín el 14 de abril de 2013.

Antes de ese momento, la ultraderecha estaba dividida en pequeños partidos que juntos no obtenían más de 3 o 4 % de los votos. Entre ellos el Partido Nacionaldemócrata de Alemania (NPD, por sus siglas en aleman), el Movimiento Ciudadano Pro-Alemania o la Unión del Pueblo Alemán, que desapareció en 2011 para unirse al NPD.

No obstante, el electorado de AfD es “heterogéneo”: lo mismo atrae a un público con posiciones de extrema derecha que quiere hacer una carrera política, que a otro que está harto de “tirar su voto a la basura” dándoselo al NPD, que al final no pasa de 0.5 por ciento.

AfD también logra seducir a un sector compuesto por electores a los que Delle Donne llama “los vulnerables”, son aquellos que se sienten perdedores de la globalización y olvidados por los partidos tradicionales, más que realmente ser fanáticos ultraderechistas.

Comenta: “Esta masa ya existía antes de AfD, pero estaba diluida entre los electores de los pequeños partidos de extrema derecha y también de extrema izquierda, aunque la mayoría engrosaba la abstención”. AfD logró identificar y capitalizar con ese descontento.

Sin embargo, no hay que adelantarse. El partido nació como una fuerza política liberal y euroescéptica que se oponía al uso del euro y a las políticas de la Unión Europea (UE), principalmente al rescate financiero de Grecia u otros países europeos al considerarlo contrario al interés de los alemanes.

Fue creado por académicos, como el economista y exasesor del antiguo gobierno de Alemania Oriental y del Banco Mundial, Bernd Lucke –quien actualmente es eurodiputado–, algunos periodistas de grandes medios y políticos como Alexander Gauland, quien como Lucke provenía del partido de Merkel.

Liderado por Lucke, el periodista Konrad Adam y la química y empresaria Frauke Petry, AfD se llegó a conocer como “el partido de los profesores”.

En su primera participación electoral de aquel año, obtuvo 4.7 % de la votación: le faltaron únicamente 80 000 votos para alcanzar el 5 % y entrar al Bundestag.

El surgimiento de AfD tampoco se entiende sin el terremoto político que generó la publicación en 2010 del libro Alemania se autodestruye, de Thilo Sarrazin, el exministro socialdemócrata de finanzas (entre 2002 y 2009) de la región más izquierdista del partido: Berlín.

Con un estilo académico, Sarrazin afirma en su obra que el islam es un problema para su país y ofrece un compendio de prejuicios en torno a los musulmanes.

El libro vendió 1 200 000 copias los primeros seis meses, pero también impulso una gran discusión respecto a la integración del islam en la sociedad alemana, lo que ayudó a que surgiera una “intelectualidad de derecha” compuesta por muchos economistas.

Fue así como “los profesores” fundaron AfD, con base en una posición crítica con la UE y un componente ultranacionalista: Alemania para los alemanes. El partido tomó su senda ultraconservadora tras las elecciones regionales de 2014.

LA RADICALIZACIÓN

El fenómeno Sarrazin, analiza Delle Donne, demostró que la sociedad alemana era muy receptiva a un discurso de identidad colectiva y de defensa de su propia cultura en términos xenófobos.

Entonces entre agosto y septiembre de 2014 hubo elecciones regionales en Brandemburgo, Sajonia y Turingia, estados confederados de la antigua Alemania comunista.

AfD incorporó en sus campañas temas tabú como criminalidad, tráfico de drogas, inseguridad, valores familiares y migración, que sólo tocaba el partido de Merkel aunque de manera “muy políticamente correcta”.

El partido se apuntó sus primeros éxitos al entrar a los parlamentos de esos estados con porcentajes de entre 9.7 y 12.2 %. Actualmente cuenta con representantes en 10 de los 16 estados confederados alemanes.

A finales de ese mismo año emergió en Dresde, en Sajonia, el movimiento Pegida (Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente).

Con un discurso radical, Pegida generó un quiebre entre las dos fracciones de AfD: por un lado, los “liberales”, que no querían acercarse a este; por otro, la facción que acababa de ganar las elecciones de los estados del este, con Frauke Petry a la cabeza –líder del partido en Sajonia–, que buscaba sacar provecho político.

En el Congreso del partido, en Essen en julio de 2015, se impuso Petry y el grupo más populista y ultranacionalista. El ala liberal de Lucke denunció la deriva xenófoba y prorrusa que tomaba el partido y se separó de este con el propósito de fundar uno nuevo, que terminó por desdibujarse en el espectro político alemán.

En ese momento, AfD exhibía sus peores resultados (3 %); se pensaba que desaparecería como otros partidos de protesta. Es cuando comienza la crisis de los refugiados.

Durante 2015, AfD se recuperó. Creció a 10 % y en las elecciones de marzo de 2016 consiguió 13 %. En las de septiembre pasado llegó a su punto más alto, 15.5 %, y se convirtió en el tercer partido de Alemania, con los socialdemócratas en su peor nivel: 19.5 % –sólo 4 puntos de diferencia.

El poder lo retenían aquellos líderes que habían triunfado en las elecciones de 2014: Alexander Gauland, Frauke Petry (copresidenta) y Björn Höcke, más el dirigente de la región de Bader Württemberg, Joerg Meuthen (el otro copresidente).

Melanie Amman, reportera del semanario Der Spiegel que ha seguido el desarrollo de AfD, dice en su libro Miedo para Alemania (en lugar de Alternativa para Alemania) que ese partido acoge dos tipos de políticos: los “carreristas” y los “ideólogos”. Petry, con 42 años, pertenece al primer tipo.

“Ella había sido capaz de aglutinar a los delegados con la finalidad de vencer a los ‘liberales’. Pero en el más reciente congreso de Essen, a finales de abril pasado, los ‘ideólogos’ la quitaron de en medio”, señala Delle Donne.

Esos dirigentes se dieron cuenta de que Petry se apropiaba del partido y que lo conducía de manera muy personalista con su marido, Marcus Pretzell, un eurodiputado que se unió en el Parlamento Europeo al grupo de la ultraderechista francesa Marine Le Pen.

Los “ideólogos” anularon las iniciativas de Petry para volver al partido más abierto a una coalición… y ganó el ala más dura, que la excluyó de la dirección pensando en las legislativas de septiembre.

IDENTIDAD ALEMANA

Ahora al partido lo maneja Gauland, de 76 años y enemigo político de Petry, quien añora la época de gloria del imperio alemán del siglo XIX, y Höcke, un administrador de empresas de 46 años que se inclina más por las ideas del nazismo.

Höcke causó un alboroto cuando afirmó que había sido una vergüenza la construcción del monumento dedicado a las víctimas del Holocausto en Berlín.

“Höcke estaba tomando mucha notoriedad para Gauland, quien logró colocarle un contrapeso: Alice Weidel, que por su importancia política podemos decir que es más una figura decorativa”, afirma Delle Donne, y prosigue:

“No es casual que Weidel esté ahí: es mujer, pertenece al ala liberal y su discurso vuelve a centrarse en las críticas a la UE. Pero hay algo interesante: es lesbiana, lo cual choca en principio con los valores familiares que defiende AfD. Eso muestra que los líderes del AfD son muy ultraderechistas, aunque nada tontos”.

No es la primera “contradicción” dentro del AfD: Petry tenía una familia de cuatro hijos con un religioso alemán y se separó de él a fin de casarse con Pretzell, con quien tiene un hijo.

—¿Hasta qué punto el legado del nazismo influye hoy en día en la relación de la sociedad alemana con la extrema derecha?, pregunto a Donne.

—La discusión sobre el nazismo estuvo reprimida para los alemanes que hoy tienen de 50 a 60 años; es la generación posterior a la guerra, en la que sus padres vivieron y quizás en la que participaron. La generación siguiente, de 30 a 40 años, sí trabajó el tema: desde la primaria los mandaban a los campos de concentración a ver lo horrible que fue ese periodo. El mensaje fue muy claro: “Entérate cómo fue y que esto nunca se repita”.

Las naciones deben renovar su identidad nacional “cada dos décadas”, dice el autor. Y la última vez que eso sucedió en Alemania fue hace 30 años, con la caída del Muro de Berlín.

“Fue muy complicada la reunificación alemana; sus consecuencias las vemos todavía hoy en día. El debate actual en Alemania es cómo reconstruir su identidad y qué lugar darle al nacionalismo; cómo separarlo del nazismo y no caer de nuevo en posturas xenófobas y racistas”, concluye.