Para quien nació y se crió en el campo, no es fácil concebir la idea de que todo por lo que ha luchado se desmorone ante sus pies como consecuencia de al menos 30 años de abandono, de políticas públicas fallidas, atraso tecnológico y la invasión de grandes empresas trasnacionales.
David Padilla Marín, productor de Morelos, conoce la situación y sabe que su actividad no se enfrenta a políticas públicas que busquen extinguirla y a enemigos ajenos a cualquier control que lleguen en forma de lluvias intensas, sequías o plagas derivadas del cambio climático.
Sus ojos ven pasar los problemas que enfrenta la producción de sorgo y agave.
“Los productores bastante tenemos con el gasto que hacemos para sembrar y a eso se le agrega el precio alto del diésel, pues claro que llega un momento en que se prefiere abandonar todo. El campo no le importa a nadie”, sentencia el campesino.
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) es en parte el culpable, pero el campo ya estaba en terapia intensiva desde antes, con la reforma al artículo 27 constitucional que los campesinos recibieron como “regalo de Día de Reyes”, el 6 de enero de 1992.
Esta reforma dio por terminado el reparto agrario en el país y abrió el campo al capital; para muchos esa fue la bala que mató a uno de los principales sectores del país, pero fue el Tratado de Libre Comercio de América del Norte TLCAN quien le dio el tiro de gracia.
Ahora, en un sexenio de reformas estructurales que nuevamente pretenden traer la ilusión del primer mundo, la transformación del campo es todavía el gran pendiente, aunque la pregunta es si todavía existe algo qué rescatar o el país está condenado a ya no producir nunca más el alimento que consume.
Sin presupuesto
El presupuesto para el sector es el más vivo ejemplo de la falta de interés gubernamental. El próximo año será uno de los más afectados por el recorte de recursos y apoyos. El Programa Especial Concurrente (PEC), un plan transversal que involucra a distintas secretarías de Estado para impulsar acciones en el medio rural, así como para elevar la productividad, cuidar el medioambiente y proveer de infraestructura, tendrá un recorte de 304 751 millones de pesos, que representan 16.4 % menos de lo que tuvo este año.
Si el Poder Legislativo aprueba el Proyecto de Presupuesto para el 2017, tal y como lo presentó el Ejecutivo, el próximo sería el tercer año consecutivo que se aplican recortes al sector agrario.
Soberanía alimentaria
Con el actual gobierno, el país importa 45 por ciento de los alimentos que se consumen, mientras que todo el sistema agroalimentario está controlado por apenas 10 grandes corporaciones que controlan cientos de marcas.
Quienes conocen y viven en el campo, prevén un escenario catastrófico en el que en el corto plazo ocurrirá un colapso en las medianas y pequeñas unidades de producción –que representan el 40 por ciento del país. Ante este panorama, se pidió una entrevista a la Secretaría de Agricultura Ganadería Pesca y Alimentación (Sagarpa), pero no hubo respuesta para emitir una postura oficial al respecto.
Para Víctor Suárez Carrera, director ejecutivo de la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productores del Campo este abandono no solo tiene como objetivo garantizar el negocio cautivo para los grandes conglomerados agroalimentarios como Maseca, Bachoco y Nestlé, entre otros, de lo que realmente se trata es de una intención de exterminar a quien mantiene vivo al sector: al campesino.
“El abandono del campo es sistémico en la política neoliberal de los últimos 30 años en México, no considera que el campo y los campesinos son parte del proyecto de la nación y que los alimentos son un sector estratégico para la seguridad y el desarrollo nacionales. De manera deliberada, las políticas gubernamentales desde 1982 hasta ahora se han propuesto excluir a los campesinos, separarlos de su actividad productora, de sus tierras de sus territorios y promover la expulsión masiva de la población rural a las ciudades”, afirma.
La ayuda al campo, agrega, siempre se construyó sobre una base clientelar –el llamado “voto verde” del gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI)– no sobre un enfoque productivo. Un caso clave es el del maíz pues, a pesar de que México es el centro de origen del grano, el rendimiento promedio es de 3.17 toneladas por hectárea, 38 % por debajo del promedio mundial, según información del Departamento de Agricultura de Estados Unidos.
En la actualidad, casi 47 por ciento del maíz que se consume en el país (32.7 millones de toneladas) es importado y cifras proyectadas para el 2020 indican que se elevará a 80 por ciento, mientras que el arroz reporta un nivel de importaciones de 80 por ciento, cuando hace apenas unos años el país era exportador.
Para 2015 se importaron 1 028 millones de pesos de trigo, 2 459 millones de pesos de maíz, 323 millones de pesos de arroz y 791 millones de pesos de leche y sus derivados, 83 millones de pesos de frijol, 181 millones de pesos de huevo, 376 millones de pesos de manzana, peras y membrillos, además de importar más de 300 mil toneladas de pollo; más del 95 % de estas importaciones proviene de Estados Unidos.
Debacle en tres actos
En las zonas rurales viven 26 millones de personas, el 22 por ciento de la población total del país, y enfrentan dificultades por los altos índices de marginación, pobreza, desempleo y migración; “son fenómenos que se deben atender, ya que colocan al país en un escenario alarmante”, señaló Iván Cortés Torres, experto en Economía Agrícola de la Universidad Autónoma Metropolitana.
Cortés Torres, quien realizó un análisis del sector desde 1982 a 2015, destacó la necesidad de aumentar los apoyos a las pequeñas unidades de producción porque “no son las grandes empresas las que producen nuestros alimentos, sino esos pequeños productores, quienes en este momento han sido fuertemente afectados”.
Explicó que en su análisis se tomó como punto de partida el año 1982, porque a nivel internacional se originó un nuevo orden agroalimentario que permitió a Estados Unidos tener gran poder sobre la agricultura de países periféricos como México, y gracias a esto se colocó en el centro de la producción alimentaria.
A partir de esa posición, Estados Unidos influyó en la imposición de precios y en el control de toda la cadena agroalimentaria. “En mi ensayo identifiqué tres etapas, la primera entre 1982 y 2007, la segunda de 2007 a 2011 y la tercera de 2011 a 2015”.
En la primera, caracterizada por la imposición de precios dumping en los alimentos a nivel internacional, los competidores mexicanos se vieron afectados ante los subsidios que recibían sus pares norteamericanos. Las trasnacionales dominaron el mercado agrícola desde su producción y comercialización, lo cual provocó un incremento en la migración, pues el agricultor nacional, por las pocas posibilidades para colocar su producto, tuvo que vender su fuerza de trabajo en el extranjero.
El TLCAN, firmado en 1992, abrió la entrada masiva de excedentes agrícolas, ya que se eliminaron los impuestos a las exportaciones. “Estamos inundados de productos del exterior y a nivel nacional se perdió la soberanía alimentaria fincada en el pequeño productor”.
En la segunda etapa se incrementaron los precios internacionales de los alimentos y surgió la crisis alimentaria global, vinculados a la crisis financiera en el vecino país del norte entre 2007 y 2008.
Un tercer momento, entre 2011 y 2015, fue acentuado por la deflación y la disminución de los precios internacionales en los productos agroalimentarios, que generaron una caída mundial de los precios de los alimentos y “una crisis productiva del campo”, subrayó.
Luz de esperanza
A pesar del escenario, los campesinos están dispuestos a dar una última batalla en distintos estados, como explica Víctor Suárez, están desarrollando la llamada agricultura campesina del conocimiento, que busca mezclar la ciencia con lo empírico.
A través de esta mezcla de elementos se está incorporando el conocimiento de los científicos para generar nuevos sistemas, una mayor capacidad organizativa, y también nuevos conocimientos como el funcionamiento de los mercados de futuros.
“Esto ha interesado a los jóvenes, que empiezan a impulsar biofábricas para producir insumos locales con plantas de composta”, señala Suárez.
Hasta ahora ya se cuenta con 40 organizaciones que desarrollan esta actividad en los estados de Nayarit, Jalisco, Michoacán, Puebla, Guerrero y Chiapas.
En este modelo, China es ejemplo a seguir. Sus productores poseen en promedio un tercio de hectárea, en el cual logra producir lo mismo que un campesino mexicano en 3.5 hectáreas.