Revista Cambio

Cuando comer duele

POR IRMA GALLO

Un día, Samuel Parra despertó en la cama de un hospital. Su adicción casi le había costado la vida. La tarde anterior, después de que una chica que le gustaba lo dejó plantado en la estación del Metro Barranca del Muerto, intentó aliviar el dolor de la única manera que sabía: comiendo.

No era la primera vez que algo así le ocurría. La diferencia es que en esta ocasión casi se convirtió en la última.

Tras subir con la dificultad que le imponían sus kilos de más las decenas de escalones para salir del Metro, se dirigió, como si estuviera poseso, a un Kentucky Fried Chicken. Ahí, según sus propias palabras “se atascó” de pollo, ensalada de col, puré de papa y refrescos.

Sin embargo, la humillación seguía ahí. El dolor no conseguía evaporarse. Así que, ya cerca de la casa que rentaba en la Condesa, se detuvo en un Oxxo a comprar papas, burritos, más refresco, y se sentó en la banca de un parque a comer, a devorar, literalmente.

Eso es lo último que recuerda, antes de despertar en el hospital. Tenía un tubo en la boca a fin de que pudiera respirar. Le dijeron que lo habían encontrado en esa banca: vomitado, inconsciente. Había tocado fondo.

Samuel tuvo sobrepeso desde los ocho años de edad. Sus padres tenían una tienda de abarrotes, y cuando el niño estaba aburrido, enojado o lloraba, le dejaban comer lo que quisiera para que se consolara.

“Tenía una codependencia emocional marca chamuco con mis papás; no dejaba ese confort, esa seguridad, y me valía madres, la neta”, dice el escritor y periodista.

Pero un día, aquello se salió de control y los kilos extra se convirtieron en obesidad; luego, en obesidad mórbida.

“Llegué a un grado en que estaba harto de mi cuerpo, no podía tener novia ni relaciones sexuales porque yo mismo me desagradaba”, recuerda. Entre más le dolía comprobar que las chicas no querían salir con él y que la gente lo miraba con una mezcla de compasión, morbo y burla, más se refugiaba en la comida.

Y aunque su padre le había insistido varias veces en que tenía que buscar ayuda profesional para dejar de comer compulsivamente, a él le parecía una exageración. “Soy un gordito al que le gusta la comida, y ya”, alegaba en su defensa. Pero este episodio le hizo comprender que lo suyo era algo mucho más grave: una adicción, y que como tal, si no hacía algo al respecto podía morir.

Esto lo llevó a internarse a una clínica de rehabilitación, la clínica Vive, en la ciudad de Durango, en donde era el único interno por adicción a la comida entre sicarios, adictos a las drogas, al sexo, al juego y al alcohol.

Samuel, reportero de profesión, nació en Mazatlán y, mientras estaba en la Ciudad de México estudiando en la Ibero gracias a una beca de la fundación Prensa y Democracia, empezó a escribir un diario por indicación de los médicos de la clínica de Durango.

De sus experiencias cotidianas y de las historias que sus compañeros de internamiento narraban en las terapias de grupo, surgió el germen para su novela En la piel de un adicto (Edición independiente, 2017).

El personaje principal de la novela se llama Barry González –dice Samuel Parra en entrevista vía telefónica desde Mazatlán, a donde regresó después de su estancia en la clínica Vive–, un chavo de 27 años a quien le encantaba comer, y en una clínica de rehabilitación conoce a una mujer de 35, 40 años, a la que su marido abandonó y le quitó a los hijos por su adicción a las drogas. Conoce también a Demon, que había sido sicario en la West Coast en San Diego y que comparte con Barry la adicción a la comida.

Al final, Demon le ayuda a entender a Barry la violencia que ejerce contra sí mismo al comer de esa manera. No obstante, la solución estará sólo en sus manos y no será tan fácil encontrarla.

Samuel dejó la clínica después de ocho meses de internamiento. Publicó este libro con el dinero del premio “Memoria en el Alma”, que le otorgó la Academia de Letras de la India, después de que una editorial mexicana tuvo el manuscrito dos años con la promesa (con contrato firmado) de que lo publicaría, y nunca lo hizo.

Pero ni siquiera eso desanimó a Samuel, que de 117 kilos llegó a pesar 79 después del tratamiento, y ahora promueve su novela con el propósito de que quienes padezcan trastornos alimenticios se decidan a enfrentarlos.

“Este mundo fue hecho para personas delgadas porque tú vas a los centros comerciales y no hay tallas extra. Por ejemplo, aquí en Mazatlán hay un centro comercial que es la Gran Plaza; son como 30 o 40 boutiques y nada más hay una de tallas extra. En cambio, todas las tiendas tienen tallas skinny, slim, aunque es mínimo el consumidor que entra en ese rango”, señala.

Al mismo tiempo, dice el periodista y escritor, “vas a un MacDonalds o a un Burger King, y te dicen: Por 10 pesos te la hago más grande”.

Con esta novela, continúa el autor de la columna “To be Gordo”, “yo quise demostrarme que no tengo miedo de exhibirme. La portada y la contraportada son fotos de desnudos míos”.

Y aunque no se trata de un libro de superación personal, Samuel Parra presenta su novela donde lo inviten y está dispuesto a compartir su experiencia con sus lectores, porque la de Barry es, en gran parte, su propia historia, aunque afortunadamente, con un final muy distinto.