Revista Cambio

Des-aprender el machismo

Por David Santa Cruz

Como todas las mañanas de los últimos seis meses, Alberto se bañó con Sofía y luego salió. Por eso le extrañó que al regresar durante la tarde el agua que salía de la llave le quemara las manos cuando se las lavaba para comer. Ese calor le subió por los brazos, se le acumuló en los omóplatos y ascendió como una columna de vapor hasta la cabeza; le hervía la nuca y detrás de las orejas. Le dolió la quijada y sintió como si le fuesen a explotar los ojos. Tragó saliva, y fue como una gota helada que le congeló el estómago con un retorcijón que lo obligó a llevarse el antebrazo al abdomen. Se moría de celos.

Respiró profundamente. Incrédulo, movió la cabeza y se secó las manos, necesitaba más pruebas que alimentaran sus temores. Caminó sin prisa rumbo al cuarto, y sobre la cama encontró una toalla mojada, que no estaba ahí en la mañana. El corazón se le agitó y por segunda vez tuvo que tocarse el abdomen. Todo se volvió más luminoso a su alrededor y sentía ganas de vomitar. Buscó debajo de la cama –por si había alguna envoltura de condón– y hasta regresó al baño, se encerró y revolvió con las manos el bote de los papeles. La única mancha que le preocupaba era la que pudieran hacerle a su hombría. No había nada.

Se lavó las manos, se lavó la cara, se dijo a sí mismo que estaba loco. Dejó salir algunas lágrimas. Cuando se calmó disimuló lo mejor que pudo y salió del baño. En la cocina, Sofía cepillaba al perro recién bañado que relucía como pocas veces: “Tienes que regañarlo, lo saqué al mercado y se fue a revolcar en la basura, apestaba horrible”, dijo ella. Alberto sonrió y se sintió tan mal que ni siquiera se dio cuenta de lo bien que olía la comida.

Los nombres no son reales, fueron cambiados por privacidad.  Pero Alberto ese día supo que eso no había sido normal y, desesperado, buscó ayuda. Sabía que de seguir así terminaría no sólo con su relación, sino que podría llegar más lejos, incluso a agredir a su pareja. Él aún no sabía que el ataque de celos que sintió aquella tarde, en sí mismo ya era un acto de violencia y de control.

Tras mucho investigar encontró a Círculo Abierto para Hombres, una asociación civil de autoayuda enfocada en el combate a la violencia de género mediante la reconstrucción de masculinidades. Digamos que esto es como una especie de grupo de AA para machos que quiere ayudar a los hombres a ser felices.

No son los únicos, pero tampoco es que en México haya muchas más organizaciones de este tipo. La otra es Gendes que, desde la perspectiva de género, impulsa procesos de reflexión, intervención, investigación e incidencia a fin de promover y fortalecer relaciones equitativas e igualitarias entre las personas, con énfasis en las masculinidades.

Y es que no hay una sola “masculinidad” o una receta de cocina para llegar a cumplir un estereotipo de lo que es “ser hombre”. Estas organizaciones apoyan a los hombres que llegan al enseñarles cómo fue construida su masculinidad y cómo desde ahí se les otorgan privilegios por el simple hecho de nacer varones. Pero también les enseñan a identificar sus actos de violencia y controlarlos.

Aprender a desaprender 

“El hombre ‘realmente hombre’ es el que se siente obligado a estar a la altura de la posibilidad que se le ofrece de incrementar su honor buscando la gloria y la distinción en la esfera pública”, escribe el sociólogo francés Pierre Bourdieu en su libro clásico La dominación masculina. En él, explica cómo los roles de género, es decir, todo eso que nos enseñaron sobre cómo se supone que se deben comportar hombres y mujeres, son solamente construcciones sociales.

En ese proceso de construcción de la masculinidad, al hombre se le niega toda vía de expresión de sentimientos. ¿Quién no le ha dicho alguna vez a un niño que “los hombres no lloran”? A esa prohibición –que pretende ser consuelo y formadora de carácter–, con el tiempo, se le adhieren otras, del tipo: “no seas chillón”, “no seas puto”, “¿acaso no eres hombre?”, “aguántese como los machos” y una retahíla de ideas prefabricadas que insensibilizan al hombre y construyen al macho, cuya función en la vida es ser protector, proveedor y padre, aunque a veces con ser fecundador basta. A cambio se le promete ser –cuando menos– el centro de su familia, lo que le da una mujer y sus hijos en servidumbre, a los cuales gobernará sin cuestionamiento y plena obediencia (“porque soy tu padre”).

Sin embargo, advierte Bourdieu: “El privilegio masculino no deja de ser una trampa y encuentra su contrapartida en la tensión y la contención permanentes, a veces llevadas al absurdo, que impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad”; dicho de otra manera, el hombre todo el tiempo tienen que demostrar su hombría, la cual no tolera dudas. El problema es que el ideal de virilidad es inalcanzable para cualquier persona, lo que genera frustración, miedo, ansiedad y, como resultado, violencia.

De acuerdo con el fundador de Círculo Abierto en México, José Alfredo Cruz, a este grupo llegan hombres de entre 18 y 70 años, pero la mayor concentración ronda entre los 35 y los 60 años: “Coincide con el estar en pareja, la paternidad, el divorcio y la jubilación. Y la mayoría llega cuando está pasando por alguna de estas crisis”, explica .

Un asunto de poder 

Según escribe Miguel Ángel Ramos Padilla, uno de los principales especialistas latinoamericanos en masculinidades, la violencia es desatada por quien ostenta mayor poder, cuando interpreta que su posición de superioridad está en peligro o encuentra obstáculos para el ejercicio de ese dominio. Durante siglos ese poder se le dio de manera natural a los hombres heterosexuales dentro del círculo familiar. Esto es que el padre y luego su primogénito varón son los que mandan. Así que cualquier insubordinación por parte de la mujer o cualquier rasgo no masculino de los hombres de la familia o la comunidad son vistos como una afrenta y desencadenan lo que se conoce como violencia de género.

No obstante, el mundo ya cambió y muchos no se han dado cuenta, o se resisten.

“La mayoría de los hombres mayores que llegan a Círculo Abierto –explica José Alfredo Cruz– son personas que ya se han cuestionado sus conductas machistas, que han buscado cambiarlas y que están cansados de tener que vivir de esa manera”, sin embargo, de tanto en tanto llega algún hombre mayor que se encuentra solo, la esposa lo dejó, los hijos no quieren verlo y le es imposible relacionarse con su entorno debido a su carácter violento, su autoritarismo y la necesidad compulsiva de tener la razón. Lo dramático es escucharlos decir que no entienden su situación, que ellos lo dieron todo y cumplieron con lo que la sociedad les exigía.

Eso es lo que el director de Gendes, Mauro Antonio Vargas, llama “la broma amarga de la masculinidad hegemónica”.

Violencia al microscopio 

Federico Velasco tiene 61 años y es licenciado en Comunicación Humana. Él completó los dos cursos de Gendes y lleva 41 sesiones de las 45 que pide Círculo Abierto con la finalidad de ser instructor. En su opinión ambas metodologías se complementan: “Gendes se enfoca en trabajar sobre la re-educación y el manejo de la violencia. En Círculo se tiene un encuadre abierto en el que trabajas las posibilidades y las emociones que traes en función de la interacción con la sociedad y la familia, aquí hay un espacio abierto para la escucha”.

A partir de su trabajo personal en estas organizaciones, Federico enriqueció su relación con sus hijas y afianzó sus vínculos afectivos. El proceso ha sido largo, y reconoce que si bien aprendió a identificar cuando ejerce violencia y sus rasgos machistas, el impulso sigue ahí, “pero uno aprende a negociar con el impulso y bajarle al volumen”, dice con una amplia pero tímida sonrisa.

Asumir que se es violento es difícil, da miedo, vergüenza y enojo. “El hombre que se asume como no violento es porque piensa sólo en la violencia extrema”, nos dice Mauro Vargas, pero lo cierto es que hay una gran cantidad de violencias, por ejemplo, en Gendes se consideran los celos como una violencia sexual, pues intenta controlar la vida y la sexualidad del otro. También hay violencia económica y psicológica.

Por eso una de las reglas del trabajo colectivo es que lo que se habla en el grupo se queda en el grupo, no se trata de dar impunidad sino de aprender a conocer los actos y procesos de la violencia a fin de detenerla a tiempo. Al escuchar al otro uno se ve reflejado, somos el espejo de nuestras propias conductas. Acá tampoco se juzga ni se critica, se compaña.

Vargas considera que es posible erradicar el machismo, pero es un trabajo de toda la vida, un viaje en el que no hay un punto de llegada. Más bien se necesita la voluntad de cambiar y la empatía necesaria para creer que todo ser humano tiene el derecho a desarrollarse plenamente.