“Mi abuelo se dedicó a poblar la ciudad”, repetimos una y otra vez los nietos cada que explicamos porqué nuestra familia es muy grande. Proveniente de San Pedro Tlaltenango, don Lupe Cordero llegó a la Ciudad de México en los años 30 y se asentó en el barrio de Tlacoquemecatl, lo que ahora conocemos como la colonia Del Valle, donde tuvo a 18 hijos con dos mujeres. Nueve con doña Ricarda y nueve más con mi abuela Rosa.
“Éramos los riquillos del barrio”, cuenta mi papá Héctor. Y es que durante los años 50, su casa era una de las dos del barrio que tenían tele; sin embargo, cada domingo se reunían con el resto de sus amigos en casa de una vecina que les cobraba 20 centavos para ver el Teatro fantástico de Cachirulo. Mi abuelo les daba un peso a cada quien y podían comprar palomitas, jícamas, pepinos y hasta coco.
Ya en 1960, el barrio apenas contaba con 2 124 habitantes. La mayoría de ellos eran considerados “foráneos”, como mi abuelo. Nativos quedaban muy pocos, pero el Departamento del Distrito Federal había lanzado el Plano Regulador de la Ciudad de México y con él se urbanizaría la zona.
Muchos terrenos afectados por el Plano pertenecían a los más antiguos moradores de Tlacoquemecatl que, por ende, temían abandonar sus propiedades. La proyección del trazo de unas avenidas cruzaba algunas viviendas. Y a pesar de que estuvo detenido por unos años, finalmente llegó la “civilización”.
“Tiraron todas las casas, unas cuantas de cemento, otras más de adobe. Todo desapareció para comenzar a trazar nuevas calles”, relata mi papá. A algunos se les expropió parte de su terreno a fin de ampliar las avenidas, otros más perdieron definitivamente su casa porque su ubicación interfería con las vialidades. Muchos fueron reubicados al oriente de la Ciudad, en Iztalapala, en la Unidad Santa Cruz Meyehualco.
En Félix Cuevas y Roberto Gayol, mis tíos recuerdan un edificio en obra negra donde jugaban a cazar fantasmas. Ese inmueble fue comprado por el gobierno a un privado, y en 1961, el presidente Adolfo López Mateos inauguró el Centro Hospitalario “20 de Noviembre” del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE).
No muy lejos, crearon la calle Cerezos. En apenas tres cuadras de extensión, y frente a la iglesia del Señor del Buen Despacho, ubicaron una zona comercial. Tortillería, pollería, carnicería, tienda de abarrotes, lavandería, panadería y hasta un salón de belleza, encontrabas en esa calle.
Mi abuelo, que de oficio se dedicaba a la carnicería, tuvo su propio local. Y ahí, todos sus hijos aprendieron a ser tablajeros. Con el paso de los años, algunos decidieron abrir sus propios negocios. Uno de ellos, el mayor de todos los hombres, Jorge, abrió una tortería a tan sólo dos locales, y hoy en día es el único negocio que perdura de aquella época.
No obstante, así como llegó el comercio, también llegaron las despedidas. Muchos vecinos tuvieron que mudarse. Las casas fueron desplazadas por residencias, unas de dos pisos, otras de uno solo. Las vecindades comenzaron a desaparecer y en su lugar se crearon departamentos; había muchos solares vacíos, espacios donde sus dueños no construyeron porque tenían la esperanza de vender al mejor postor. En algunos incluso vivían familias muy pobres en cuartos de lámina llamados “tugurios”.
La mitad de los Cordero también se mudó; y con todo y el abuelo Lupe llegaron a la zona del Olivar del Conde, donde aún reside la mayoría.
El proceso de urbanización no paró en la Del Valle. Comenzaron a construir casas grandes estilo californiano; entre tanto, el valor de los terrenos aumentaba.
En 1983 se construyó el último tramo de la Línea 3 del Metro, desde Zapata hasta Universidad, y se trazaron los ejes viales que rodean la colonia . Durante la siguiente década comenzaron a aparecer oficinas y edificios habitacionales de más de cinco pisos.
Luego de diez años más, el boom de los negocios “modernos” comenzó. El primer centro comercial, Plaza Universidad, se había inaugurado en 1969 pero fue remodelado y ampliado en los 90. Otros negocios fueron traspasados y, por supuesto, unos más desaparecieron.
—¿Qué pasó con los demás negocios?, le pregunto a mi tío Jorge.
—Desaparecieron. Comenzó a llegar más gente y subieron las rentas. Los dueños han sido muy amables con nosotros por la antigüedad y tienen consideración, aunque para mucha gente fue imposible seguir pagando.
Los comercios no fueron los únicos afectados. Aquellos dueños de las casas estilo californiano también resintieron estos cambios.
Con las inmobiliarias también llegó mucho capital y a los dueños de propiedades les ofrecían cantidades deslumbrantes y terminaban vendiendo sus casas. Era dinero seguro y rápido. Y no es que la gente quisiera dejar su colonia, lo que pasó es que a muchos se les dijo que con ese dinero podrían comprar un departamento del edificio que se construiría en su terreno. Sin embargo, cuando estaba listo para ser habitado, el costo aumentó considerablemente y nunca les alcanzó. Así fueron expulsados de la colonia donde habían pasado toda su vida.
NOS PUSIMOS GENTRY
El viejo Barrio de Tlacoquemecatl se transformó. Ahora, todos lo conocen como la Del Valle y vivir ahí puede ser considerado un lujo. Pero este proceso tiene un nombre: gentrificación.
El término tiene como origen la palabra inglesa gentry, en referencia a las clases altas. La urbanista mexicana Melissa Schumacher explica que el proceso se da en barrios de obreros o clases populares que comenzaron a ser ocupados por grupos sociales externos. Se desplaza a la población originaria y llega una nueva, así cambia el estilo de vida de un barrio, colonia o pueblo por precios de vida más caros, por ejemplo la renta o venta de viviendas.
En la Ciudad de México, además de la Del Valle, la gentrificación transformó la Condesa, incluso se ha utilizado el término “efecto Condesa” para describir estos cambios en otras zonas de la capital. Y es que esa colonia –que era considerada de clase media– es ahora epicentro de la vida nocturna, culinaria y residencial de clases privilegiadas.
“El impacto más visible se puede apreciar en los precios de renta y venta, así como en los cambios de uso de suelo. La gentrificación de la Condesa se extendió a la colonia Roma, y ahora se le conoce como Corredor Roma-Condesa”, explica Melissa.
Luis Alberto Salinas, investigador del Instituto de Geografía de la UNAM, considera que la gentrificación también se detona por la fuerte inversión de capital que inyectan las inmobiliarias y el comercio, y es algo evidente en otras colonias, como la Juárez y la Cuauhtémoc cuya población ahora es de ingresos medios y altos, debido a que sus habitantes originarios fueron desplazados.
Para Melissa la gentrificación sí tiene un impacto, no sólo social, también económico, y debe tomarse en serio.
“Si un barrio tenía un estilo de vida particular, como obrero o clase media, la presión de los nuevos habitantes por vivir ahí desplaza completamente el estilo de vida original por el cual fue atractivo en un principio. Esto genera grandes cambios económicos, porque según el dueño de una vivienda será más rentable subir el alquiler e irse a vivir a otra parte. Al igual que se generan nuevos hábitos de consumo para suplir la demanda de los nuevos residentes, esto por supuesto crea un nuevo sistema económico”.
La gentrificación avanza y ahoga a los habitantes de la Ciudad de México, y a sus pequeños comercios. En la mira ahora están colonias populares como la Santa Cruz Atoyac, la Portales, y sí, también aquellas colonias que eran famosas hace 20 años por su alto grado de delincuencia, como la Santa María la Ribera, Doctores y San Rafael.
Los “nuevos” Cordero todavía no comprendemos el término, pero sabemos perfectamente que de aquel barrio en el que nuestros tíos pasaron su infancia poco queda. Los comercios tradicionales se transformaron. Hace poco tiempo la panadería se convirtió en un café hipster, el salón de belleza se remodeló para ser una estética fashionista, y aun así ambos negocios ya cerraron. La carnicería de nuestra familia fue sustituida por una paletería, y luego por una tienda de abarrotes que ya ocupa dos locales. La tortería de mi tío es la única sobreviviente de aquellos años. El resto de los locales permanecen desocupados porque un nuevo temor aqueja a aquellos que permanecen: el edificio podría ser vendido.