POR MIRIAM CANALES
B ertha había sido diagnosticada desde el verano de 2001. Mutilar uno de sus pechos fue su decisión más drástica. Quien escribe estas líneas durmió con ella en el hospital la noche de la cirugía, acompañándola en sus necesidades. Los años posteriores, Bertha hizo su vida como si nada hubiese pasado, pero le dolía haber perdido uno de sus miembros cuya cicatriz ocultaba bajo una prótesis plástica. En ocasiones la mostraba sin empacho alguno, como señal de una batalla aparentemente ganada. Cuando todo parecía superado, en 2008 el enemigo regresó con mayor fuerza. “Está desahuciada”, fue el diagnóstico definitivo a sus 60 años, muy joven si pensamos cuánto se ha extendido la esperanza de vida en México. Tales palabras caían como una loza para quienes conformamos su entorno familiar.
Durante un año y medio, Bertha vivió bajo la zozobra de que la muerte la tomara tarde que temprano, aunque se opusiera. Su madre Abigail le pedía ser fuerte, le recordaba que “pronto vería a Dios” y que eso era lo importante. Ambas trataron de encontrar consuelo en su fe católica. Los meses pasaban y la enfermedad iba apresándola poco a poco: primero fue la pérdida de peso, después la cabeza perdía cabellos, oculta bajo sombreros y pelucas; la quimioterapia y homeopatía entran al juego por igual sin que haya mejoría alguna, sólo prolongan la congoja.
Al final, su habla se volvió balbuceante y la fuerza vital se le agotó hasta dejarla postrada en una clínica privada. Uno de sus “sobrinos consentidos” acude a visitarla en su última noche. Incapaz de hablar ya, Bertha toma su mano con la poca fuerza que le queda… hasta que la mañana siguiente ocurre lo inevitable. Es un frío 6 de noviembre de 2009 y, mientras tanto, Torreón, Coahuila, su ciudad natal, se encuentra sumida en una crisis coyuntural de inseguridad.
Bertha nunca se casó ni tuvo hijos, los sobrinos cumplieron esa labor en su corazón –algunos prejuiciosos dirán que esa fue la causa de su fallecimiento.
Transcurrido un año y medio de duelo, la vida familiar se tornaba grisácea y la economía comenzó a declinar. En el pasado, Bertha había acostumbrado a sus seres queridos a tener un nivel de vida decoroso. La más dolida es su madre, Abigail, quien a sus 80 años lleva por lo menos un lustro callando un secreto que buscó a toda costa esconder a su primogénita: el cáncer de mama también la había capturado.
Como mujer católica y férrea, Abigail educó a sus hijos y nietos “con mano de hierro” y nunca lloraba en público. Casada desde los 17 años, durante más de medio siglo vivió en un matrimonio más por costumbre que por amor y detestaba mostrarse vulnerable…excepto frente a su hija. Logró una vasta descendencia, sin embargo, ese tampoco fue motivo de salvamento. Optó por el silencio, por miedo y “discreción”.
Otro diagnóstico letal tomó por sorpresa a su familia. La agonía y el tratamiento fueron más veloces, pero a su vez la solidaridad aún mayor. Mientras tanto, Torreón continuaba inmerso en un ambiente sombrío: asesinatos, violencia y disputas del crimen organizado habían secuestrado a la región en aquel turbio periodo de 2010 a 2011 sin tregua alguna. Aunque fue una zacatecana oriunda, siendo huérfana de un padre minero, Abigail migró a esa ciudad desde la infancia, mientras gozó de prosperidad económica en la década de los treinta.
La historia se repite: su cuerpo pierde peso y fuerza, el cabello ya no cae, aunque Abigail se siente incapaz de salir a la calle por el intenso calor. Quien escribe estas líneas acude a visitarla desde la Ciudad de México sin importarle la inseguridad y los regaños de su padre quien, por temor, trata de convencerla de que desista de sus viajes. Ella sabe que la abuela ya no durará y va preparándose mentalmente para vivir con otro hueco en el corazón después del que dejó su tía, mientras se aferra a la terapia psicológica Gestalt como consuelo de ese duro periodo.
En las llamadas telefónicas posteriores la comunicación se entorpece: Abigail ya no puede articular las palabras con claridad. Aun así, su nieta le expresa cariño y le revela que tiene preparada otra visita… pero esta vez ya no alcanza a encontrarla, Abigail se ha reencontrado finalmente con Bertha. La cripta familiar comienza a ensancharse.
Han transcurrido seis años. El 18 de junio de 2011 es una fecha que queda grabada de por vida en la memoria de esta escribidora. Ella y su madre están conscientes de que el enemigo sigue rondando y que no deben bajar la guardia. Sin embargo, como mencionaba su abuela, firme en sus creencias de las que a veces ella duda, ambas están junto a Dios y eso la reconforta. Mientras tanto, la dupla manifiesta en ocasiones su presencia etérea mediante sueños oníricos y mensajes ambiguos. Sabe que no se han ido del todo.