POR IRMA GALLO
Era un martes como cualquier otro en la Ciudad de México. Salgo de Ciudad Universitaria a la 1:08 p.m. Llevo poco tramo recorrido; voy a dar vuelta en Miguel Ángel de Quevedo cuando el carro que viene adelante se detiene, sin poner las intermitentes. Me enojo mucho porque casi le pego. Mi reacción instintiva es tocar el claxon.
Entonces puedo sentirlo: el pavimento se mueve como si fuera de agua. Me detengo, pongo las intermitentes y unos segundos después se empieza a escuchar “Alerta sísmica, alerta sísmica…”. Hay mucha gente en la calle. Un letrero que dice: Periférico. Estadio Olímpico. Barranca del Muerto, se balancea violentamente. Tengo miedo de que caiga sobre mí. El semáforo también. Algunos carros siguen circulando. Los policías de tránsito no saben qué hacer.
Después de lo que parecía una eternidad, aquello acaba. La gente llora en la calle y los automovilistas seguimos parados. Hasta ese momento no tengo idea de la magnitud del daño, pero inmediatamente le mando un whatsapp a mi hija y no me responde. Le marco y me manda a buzón, ella que siempre está pegada al celular. Marco a la escuela y nada, tampoco. Me entra un mensaje del papá de mi hija, que me dice que no se puede comunicar con ella, que si sé cómo está ella. Le respondo que no, que voy manejando, que no me contestan tampoco en la escuela. Él lo intenta también, sin suerte. Luego se me va la señal. Empiezo a sentir miedo pero respiro: necesito llegar a la escuela pronto.
El tráfico avanza lento porque hay mucha gente afuera, en las banquetas y sus camellones, usando sus celulares. Recorro el tramo de Miguel Ángel de Quevedo hasta la glorieta de avenida Universidad más o menos bien, sin embargo, ya está casi parada desde los Viveros. Empiezan a pasar ambulancias y oigo helicópteros. Vuelvo a intentar comunicarme con mi hija, pero sigo sin señal.
Al circular frente al hospital López Mateos, ya casi en la esquina con Churubusco, el tráfico se detiene por completo. Toda la avenida en el sentido contrario al que voy está llena de gente: médicos, enfermeros, pacientes y voluntarios que ayudan a sacar gente en sillas de ruedas y camillas. Los policías de tránsito tratan de agilizar el tráfico, y no es fácil porque muchos se han bajado de la banqueta y casi ocupan la mitad de la avenida en este sentido también.
Por fin logro cruzar Churubusco; una vez más no encuentro estacionamiento en ningún lado. Intento entrar en el de Centro Coyoacán y después de un rato me dejan. Sigo tratando de llamar a mi hija; la señal viene y va pero ella no contesta. Su papá tampoco ha tenido suerte: desde Ecatepec poco puede hacer.
Cruzo avenida Universidad por el pasaje del Metro Coyoacán. Camino un par de calles y ya estoy en la escuela. El director de Prepa está afuera, al igual que algunos papás y mamás, abrazando a sus hijos. Entro corriendo; no hay luz, sin embargo, a todos los chicos los han acomodado en el patio. A pesar de los nervios, no hay caos. Alguien tiene un altavoz y va anunciando los nombres, así que me acerco y doy el nombre de mi hija y de mi sobrino, porque tampoco he podido hablar con mi hermana. Inmediatamente los veo: Camila corre hacia mí; llora y me abraza. “Fue muy feo, mamá. Se cayeron unos ladrillos”, me dice. De repente mi cuñado está parado atrás de mí (no sé cuándo ni cómo llegó) y mi sobrino, mucho más calmado, avanza hacia él. Mi cuñado dice que mi hermana ya se está estacionando.
Mi hija sigue llorando, pero ya estamos todos juntos, y estamos bien. Tenemos suerte. Horas después me enteré de que otros no la tuvieron. Lloro por ellos. Me siento triste aunque no puedo evitar, de alguna manera, también estar agradecida. Estamos vivos.