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Homenaje inesperado

Ignacio Padilla hablaría sobre la obra de Cervantes, pero faltó a la cita; en su lugar, Iwasaki, Kleinburg y Volpi se dedicaron a recordarlo
31 de Octubre 2016
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Ignacio Padilla no escuchaba música cuando manejaba. Tampoco es que se abstrajera en la soledad y el silencio, sino que en el aparato de sonido de su coche ponía Don Quijote de la Mancha, el audiolibro en donde el actor Fernando Rey le daba voz al ingenioso hidalgo. Lo oía una y otra vez hasta que se aprendió el libro de memoria.

Eran las cinco de la tarde del viernes 7 de octubre y el escritor Ignacio Padilla tenía una cita en el XLIV Festival Internacional Cervantino (FIC) para hablar de pelos y cabellos en la obra de Cervantes. Con su ingenio quijotesco había titulado su conferencia Por las barbas de Sancho: Semiótica de la pelosidad en la obra de Cervantes. Sin embargo su conferencia había tenido que cancelarse: las primeras horas del 20 de agosto de 2016 había fallecido en un fatal accidente de coche en la autopista México-Querétaro.

En lugar de que Padilla hablara de las barbas de Sancho, aquella tarde estaban sus colegas los escritores mexicanos Jorge Volpi (director general del FIC), Gerardo Kleinburg y el peruano Fernando Iwasaki, además del cervantista Onofre Sánchez Menchero (director del Museo Iconográfico del Quijote y coordinador del Coloquio Cervantino Internacional) para rendirle un homenaje póstumo.

Jorge Volpi era quizá su amigo más cercano. La suya, a decir de Volpi, más que amistad era una hermandad que se inició en un colegio marista en los años ochenta; luego se fueron, ambos, a hacer un doctorado en filología en la Universidad de Salamanca. Fundaron el movimiento literario del Crack al lado de Eloy Urroz, Ricardo Chávez Castañeda y Pedro Ángel Palou. Más que un diálogo, dijo Volpi, Padilla era un espejo para él: la persona con quien dialogas todos los días aunque no esté ahí, el interlocutor en el pensamiento desde hacía 31 años.

Aquella debía ser la hora y el lugar para que Ignacio Padilla hablara de las barbas de Sancho, pero ante su abrupta partida se le rendía tributo a su memoria: a los recuerdos como esas barbas con las que Padilla aparecía en las fotografías, barbas doradas y grises, que se había dejado hacía poco tiempo, porque antes parecía siempre un muchacho de 14 años.

En esa mesa de homenaje no era Jorge Volpi quien había trabado una amistad muy antigua con Ignacio Padilla. Su amigo más antiguo, cuando menos esa tarde, era Gerardo Kleinburg, su compañero en la primaria. Lo conoció desde niño y, por ello, Kleinburg podía afirmar que Padilla tenía neotenia, esa cualidad de ciertas especies de conservar rasgos de la infancia: Padilla nunca perdió la ternura del niño. “Siempre que Nacho hablaba o escribía yo sentía que se dirigía a mí”.

Porque Padilla viajaba por todo el mundo, acudía a encuentros de escritores, a esos egosistemas de la literatura, como los llamó Fernando Iwasaki pero, a diferencia de los colegas, Ignacio Padilla no se tomaba mucho tiempo hablando de sí mismo o de sus libros, y hablaba de lo que le importaba realmente, su familia: “La literatura extraordinaria que escribió era reflejo de las personas que quería. Disfrutaba intensamente de la mujer que quería, de sus hijos. Me emociona contemplarlos y ver que esa obra tan rica son ustedes”, dijo Iwasaki. Y lo decía para los invitados que tenía enfrente: los dos hijos adolescentes de Ignacio Padilla, su viuda y sus padres, que atestiguaban el homenaje a su padre, esposo, hijo y amigo amado.

Con trazos de nostalgia los ponentes, en especial Volpi, hicieron un boceto de la vida de Padilla: el muchacho que fue actor y músico en la rondalla del Centro Universitario México (CUM). A los 16 años ganó el concurso de cuento escolar con “El héroe del silencio”, germen de una obra maestra (dejó en el camino a Volpi, que quedó en tercero, y a Urroz, que sacó el quinto lugar); luego habría de irse a terminar el bachillerato a Mbabane, Suazilandia, con los Colegios del Mundo Unido –y de ahí su libro Crónicas africanas–, se graduó en la Universidad Iberoamericana, hizo una maestría en Edimburgo y se doctoró en Salamanca.

Ese hombre –uno de los cervantistas más importantes de México, según Sánchez Menchero– era también el manantial de los Datos Nachito, como los llamaba Jorge Volpi: invenciones fantásticas que sostenía con toda seriedad, fabulaciones que basaba en falsas bibliografías, como por ejemplo que el pollo de Kentucky Fried Chicken nacía sin cabeza (porque la cabeza no se vendía) conectado a cables que lo alimentaban de hormonas. Los Datos Nachito, sin embargo, a veces eran también germen de cuentos o incluso novelas.

Padilla se obsesionó con el Quijote desde joven. Ya su novela Si volviesen sus majestades (1996) estaba imbuida del lenguaje cervantino. Nacho, reflexionó Volpi, se miraba en el espejo de Cervantes. No porque tuviera una vida azarosa como la del español, sino porque era consciente de su genio literario tanto como lo fue el de Alcalá de Henares. Su ambición artística no tenía límites y cultivó todos los géneros literarios salvo la poesía. Incluso, reveló Volpi, Padilla comenzó su vida en las letras como dramaturgo. Sus obras de teatro son, hasta ahora, desconocidas.

Volpi recordaba a Ignacio Padilla y las campanas del Templo de la Compañía repicaban cada tanto. “Vamos a esperar que las campanas doblen por Nacho”, decía, y entre tanto explicaba el estilo de su difunto amigo: en su obra era realmente él mismo. Redescomponía todo hasta que adquiriera cohesión interna. Su mundo, poblado por una imaginación desbordada, era coherente y se volvió inconfundible. Desde joven descubrió su voz, construyó su estilo y cavó en ese nicho hasta la profundidad. Y se acercó a la perfección literaria, si acaso esta existe, en sus piezas breves y sus cuentos para niños.

Fernando Iwasaki estuvo de acuerdo: Padilla representa un hito en la historia del cuento en América Latina y sus cuentos están a la altura de Borges, Ribeyro y Monterroso. Además, los cuentistas le deben a Nacho el gran protagonismo que ha adquirido el género en las Américas: “Hacía falta un escritor como Nacho que le diera su prestigio. Los que escribimos cuento en América Latina estamos en deuda con Nacho”.

Padilla publicó seis novelas, 11 libros de cuentos, cinco libros de cuentos para niños, 10 libros de ensayo y uno de crónica en poco más de tres décadas de creación infatigable. Dividía el tiempo entre su familia y su escritura y aprovechaba cualquier espacio para escribir, como recordó Iwasaki: los trayectos en automóvil, los viajes frecuentes entre Querétaro y la Ciudad de México en los que pensaba en sus novelas, acaso combinadas con la escucha del Quijote en audiolibros. Décadas de escritura, Cervantes y caminos.

Por Emiliano Ruiz Parra *

*Texto cortesía del Festival 
Internacional Cervantino.

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