Por Salvador Casanova
Juárez conoció, como ningún político mexicano, las dos caras de la moneda yanqui. Por un lado James Buchannan lo obligó a firmar un tratado vergonzoso; por el otro, cuando nos invadieron los franceses, los yanquis lo protegieron. Sabían que de no ayudarlo, la mina de oro que era México sería explotada por Francia y no por ellos. Así que pusieron todos sus recursos para acabar con Maximiliano.
A Juárez lo sucedió Sebastián Lerdo de Tejada y a este el general Porfirio Díaz, quien conocía los hilos que movían a su pueblo y puso, por primera vez, orden en el país. Él negoció la deuda con los norteamericanos y los invitó –tanto a ellos como a los europeos– a invertir en México. Así se inició una etapa de progreso; se equilibró el presupuesto y se logró, por primera vez en más de 60 años, el superávit financiero.
Al enterarse de esto el presidente Taft invitó al presidente Díaz a una reunión en El Paso Texas. El historiador Morelos Canseco González describe en su libro La Revolución Mex-Americana, la entrevista Díaz – Taft así:
“En la reunión… Taft lució descuidado, con abultado abdomen que mal cubría el traje oscuro que llevaba (…) En cambio, destacaba Porfirio Díaz a quien los años (…) habían transformado de ‘patán oaxaqueño’ en atildado caballero (…) Don Porfirio lucía como todo un estadista en su bien cortado traje oscuro y rodeado de su Estado Mayor (…) Taft quedó sorprendido de lo que veía. Era como si el vecino fuerte y poderoso fuera el país situado al sur (…) Ello no agradó al presidente de los Estados Unidos”.
La entrevista no fue un éxito. Podemos suponer que después del encuentro, los norteamericanos comenzaron a considerar la forma de regresarnos al lugar de vecino débil que por mérito propio habíamos dejado atrás.
La oportunidad de hacerlo se presentó en las elecciones presidenciales de 1910 en las que compitieron Francisco I. Madero y Porfirio Díaz, quien ganó la elección. Madero alegó un fraude electoral, escapó a San Antonio, proclamó el Plan de San Luis y se apalabró con Villa y Orozco para levantarse contra Díaz. Tenía todo para hacerlo, excepto dinero. Para conseguirlo envió un representante a Washington. Este fue Ernesto Fernández de Arteaga, quien llevó un diario minucioso de sus trabajos en Washington. Es de este diario y de su acervo histórico de donde Morelos Canseco reconstruye la historia y narra cómo al llegar a Washington Fernández de Arteaga fue recibido nada menos que por el secretario de Estado de los Estados Unidos, Philander C. Knox. El mexicano quedó sorprendido por la deferencia y las atenciones de Knox, que lo mandó con el secretario del Tesoro, Franklin MacVeagh, y con el secretario de Guerra, Henry Stimson.
MacVeagh proveyó de fondos a Fernández de Arteaga y el secretario de Guerra dictó la estrategia para el movimiento: era menester comenzar en Chihuahua, y de ahí conforme avanzara el movimiento llevarían los pertrechos a donde hiciera falta.
El que el representante de Madero fuera recibido, en su primer viaje a Washington, por tres secretarios de estado del presidente Taft, que regresara con todas sus demandas cumplidas y de ribete la estrategia para iniciar una guerra civil es totalmente fuera de lo ordinario; pero si miramos con cuidado encontraremos razón para ello.
Fernández de Arteaga escribió en su diario: “Me quedé admirado del espionaje de los americanos. En ese gobierno sabían ‘quién era quién’ en todo México. Conocían a los aduladores, los apoyadores de Díaz y tenían conocimiento de las personas que no se encontraban de acuerdo con la forma y el estilo de gobernar del oaxaqueño que se eternizaba en el poder. Sabían todo sobre Pancho. Los gringos sí saben hacer su tarea. Nadie los va a pillar desprevenidos”.
Los espías norteamericanos estaban enterados de que Don Porfirio había firmado con los ingleses un contrato para construir el Ferrocarril Transítsmico y de que este competiría con el Canal de Panamá, la joya de la corona norteamericana. Prestar dinero y armas a los mexicanos para que, fieles a su terrible vocación se aniquilaran entre ellos, desprestigiándose comercialmente y arruinando su economía, venía entonces como anillo al dedo a los intereses yanquis.
La revolución estalló. Don Porfirio mandó a Limantour a dialogar con los revolucionarios y Limantour le informó que los yanquis apoyaban a Madero. Ahí Diaz se dio cuenta de la celada que le habían tendido y renunció al poder. Esperaba desarticular el plan norteamericano.
En poco tiempo Madero estaría en condiciones de retomar el paso, pero al presidente le faltaron sensibilidad y malicia para controlar las ambiciones de sus paisanos y las del embajador norteamericano, Henry Lane Wilson, este se reunió con Victoriano Huerta y le dijo que su gobierno vería con buenos ojos su ascenso al poder.
Huerta tomó el poder y los norteamericanos vieron quien se perfilaba a derrocarlo. Don Venustiano Carranza se rebeló a la traición huertista y de inmediato los yanquis lo apoyaron. Luego, a Carranza lo mató Obregón y a Obregón, Calles. A estas alturas el país estaba, de nuevo, en quiebra. Ya no había Ferrocarril Transítsmico, ni milagro mexicano. El objetivo de Madero se desdibujó. La democracia no se instalaría en México.
Cuando Ernesto Fernández de Arteaga vio el resultado del movimiento que había iniciado con Madero, escribió en su diario: “Lo cierto es que muchos guardábamos resentimientos contra el viejo patriarca de cabello y bigote canos y severo aspecto. No sabíamos que lo que iba a ocurrir iba a ser fatal para todos”.
Era, para los norteamericanos, hora de celebrar y lo hicieron cobrando los créditos otorgados para desestabilizarnos. Lo primero fue que México reconociera las deudas, lo segundo amarrar las concesiones petroleras. Obregón las reconoció mediante los Tratados de Bucareli.
Los yanquis le hicieron creer a Madero que lo apoyaban para preservar la democracia en México, pero su objetivo fue destruir la infraestructura que nos permitiría competir en los mercados internacionales. Cuando lo lograron nos cobraron el favor de partirnos la maquinaria productiva con el Tratado de Bucareli.
Para ellos fue una decisión de negocios. Su doble moral antepuso los intereses a sus principios. Nosotros, cándidamente, aceptamos las armas que nos dieron para destruirnos. La Revolución Mexicana fue una desgracia que nos llegó del norte y creció como una bola de nieve. Hoy nuestra situación parece sacada de aquel verso de José Alfredo Jiménez que dice: “Nada me han enseñado los años / siempre caigo en los mismos errores / otra vez a brindar con extraños / y a llorar por los mismos dolores”.