POR ROGER VELA
Un enfermero entra a un pequeño restaurante en el centro de San Vicente Chicoloapan, un municipio en el oriente del Estado de México. No está hambriento, no busca qué comer, no se sienta y no pide el menú. Es una tarde de junio de 2015. Busca a la señora Graciela Barragán, encargada del lugar. Chela, como le dicen de cariño sus familiares, lo ve y se preocupa, se asusta: sabe que su vida cambiará. Cierra el local y pide disculpas a los clientes mediante un letrero que avisa el cierre improvisado del negocio. Minutos más tarde, en un centro de salud de su localidad, acompañada por su esposo, recibirá la peor noticia que le ha dado la vida: tiene cáncer de mama.
Casi un mes antes, había acudido a Toluca para realizarse estudios motivada por la suegra de uno de sus hijos. Viajó con otras 60 mujeres de su localidad en tres camiones brindados por el Seguro Popular. Al llegar a la capital mexiquense, le realizaron una mastografía y una biopsia, un doloroso proceso en su seno izquierdo a fin de extraer tejido y examinarlo. El dolor la paralizó. Luego le hicieron otra. Chela comenzó a preocuparse porque el procedimiento que le practicaron tardó más que el de las otras mujeres. Sin embargo, la confirmación del cáncer en su cuerpo llegó hasta el siguiente mes.
Víctor, su esposo, comenta que al recibir la noticia lo único que hicieron fue caminar, caminar sin rumbo, caminar para despejar la mente, para asimilar el dolor, para pensar qué hacer, para saber manejar el miedo. Así caminaron sin rumbo hasta que ambos tuvieron el valor de llegar a su casa. Sus cinco hijos, todos mayores de 24 años, no dudaron en expresar su apoyo emocional. Se mostraron más resueltos que preocupados. Idearon un plan económico con el propósito de que su padre se encargara por completo de su mamá: ambos no podían seguir trabajando en el local de comida, que después de dos años ya empezaba a tener una clientela local que diariamente acudía a comer pozole, hamburguesas y antojitos.
Días después fue canalizada al Centro Oncológico Nacional, un hospital privado del sur de la ciudad con todas las comodidades de un hotel de 4 o 5 estrellas. El costo sería absorbido por el Seguro Popular.
—Durante la cirugía habrá tres posibles escenarios. El peor es que te quitemos el seno y que sean necesarias las quimioterapias—, le dijo el médico a ‘Chela’. El matrimonio estaba asustado, pero firme en su decisión de hacer todo lo posible para vencer una enfermedad que mató a 6 252 mexicanas mayores de 25 años en 2015 y a más de 500 000 en todo el mundo.
—Todo va salir bien. Están en un buen hospital. Nosotros ya hemos pasado esto, los podemos ayudar en lo que gusten. Por ahora, soliciten una consulta psicológica, es gratis—, les dijo otro matrimonio que vio a Chela envuelta en llanto en el lobby de la clínica. Fueron sus primeros amigos que sin conocerlos demostraron su empatía. Chela y Víctor se sintieron menos solos.
Llegó el 25 de agosto de 2015, día de la cirugía. Chela iba tranquila, decidida, aunque sufría un dolor intolerable producto de una biopsia —otra más— realizada horas antes. En el elevador, antes de subir a quirófano, se despidió de sus hijos y su esposo.
Seis horas después de una cirugía que iba a tardar tres, Chela despertó somnolienta por los efectos de la anestesia. Minutos más tarde, un poco más orientada, se dio cuenta de que estaba en un hospital. Recordó qué hacía ahí. Inmediatamente tocó su pecho: donde antes estaba su seno ahora había pequeñas mangueras de las que chorreaban hilos de sangre. El médico había hecho tres cortes, pero el cáncer seguía ahí, por eso fue necesario cortar por completo. Ahora seguirían las quimioterapias. El peor escenario estaba montado.
Meses después, las quimioterapias rojas y blancas se convertirían en un calvario, no sólo para ella, si no para su familia. El color de la “quimio” depende del compuesto líquido que se inyecte en el cuerpo durante horas. Pero definitivamente, dice Chela, las rojas son la muerte. Las consecuencias son extremistas: hipersensibilidad auditiva o visual, apetito abundante o, por el contrario, perdida del sentido del olfato y del gusto. Chela sufrió lo primero. Le daba náuseas el olor de cualquier comida, le daba asco el agua simple, el sonido de cuchara sobre el plato le lastimaba. Sus familiares tenían que hablar bajito y caminar casi de puntitas a fin de no molestarla. Así durante meses. A veces se deprimía, no quería salir de su cuarto. No quería comer, ni escuchar a nadie. Otras veces, quería levantarse pero no podía.
Un día, al bañarse, su pelo se desprendió de su cabeza y se alojó en el jabón, en la coladera de la regadera y entre los dedos de sus manos. Era hora de raparse. Esa fue la parte más difícil emocionalmente, incluso más que la pérdida de su seno porque dice que la caída de su cabello es más difícil de ocultar, sobre todo para una mujer que a sus 50 años aún mostraba orgullosa su cabellera negra y lacia que caía casi hasta su cintura. Cuando le diagnosticaron cáncer, lo cortó a la altura de sus hombros y ahora ya no quedaría nada.
No quería usar los clásicos gorritos y turbantes de las personas que acuden a quimioterapia. En una tienda encontró una boina negra, de esas que popularizaron los directores de cine de Hollywood, le gustó y decidió llevarla a sus sesiones clínicas. En poco tiempo, la prenda se popularizó entre las otras mujeres diagnosticadas con cáncer de mama. Chela había impuesto una moda entre su grupo cercano de amigas que luchaban contra la enfermedad. Era el inicio de su recuperación emocional.
En febrero de 2016, acudió al hospital donde se trataba. Subieron a ver a David, el médico que la había acompañado en su proceso. David abrió un fólder y dio la noticia: después de varios estudios el resultado es negativo. El cáncer se ha ido. Chela había ganado la batalla más importante de su vida, pero no pudo festejar en el momento porque el hospital esta lleno de enfermos terminales con cáncer.
Bajó del elevador y caminó a la salida. Una vez ahí, sobre la acera de Periférico Sur, comenzó a besar a su esposo en toda su cara; se abrazaban, se empujaban jugando, sonreían, se volvían a besar, lloraban, se abrazaban de nuevo, brincaban, limpiaban sus lágrimas, sin embargo, la emoción arrojaba más. Parecían dos adolescentes enamorados en la mejor de sus citas. No importaba nada, no importaba si la gente los miraba de manera extraña, no importaba el ruido del tráfico.
Subieron a un microbús que iba rumbo al metro Universidad, querían bailar arriba de la unidad de transporte público, querían contarle a la gente la noticia. Seguían repitiendo el beso-abrazo-llanto-risa-beso. El metro atiborrado de gente que se empuja con la finalidad de entrar era una imagen hermosa para ellos. Para Chela era un sinónimo de estar viva. El camino a su casa fue el mejor viaje que han hecho en los últimos años.
—¿Emocionalmente, cómo superaste la enfermedad?
—Hubo varias cosas que me ayudaron bastante. La terapia psicológica es fundamental; a pesar de que me sentía fuerte emocionalmente, me ayudó a equilibrar un poco mis emociones. El platicar con otras personas que padecían lo mismo me motivaba. El apoyo de mis hijos, mi esposo y la familia. Y sobre todo ver a mis nietos, escuchar sus risas, o incluso que se quedaran dormidos con su rostro pegado a mi cabeza rapada significaba mucho para mí. Eso me daba fuerza.
—¿A qué le temías?
—Más que al proceso de morir, me atemorizaba dejar solo a mi esposo. Nos ha costado mucho sacar adelante este matrimonio. Mis nietos tienen a sus padres, mis hijos ya son grandes, pero si lo vemos de cierta manera, mi esposo sólo me tiene a mí y yo sólo lo tengo a él. Nunca terminaré de agradecerle lo que hizo por mí.
—Ni tienes porqué—, la interrumpe Víctor, con una sonrisa.
Ahora ambos planean recuperar aquello que dejaron y que tanto aman: la cocina. No será fácil, pues alguien más ya ocupó el local donde vendían y los gastos económicos derivados de la enfermedad son considerables, pero están dispuestos a trabajar con el objetivo de alcanzar la vida que tenían.
Víctor anima a la gente que encuentra en la calle con visibles padecimientos de cáncer. A las mujeres que ve peloncitas por la quimioterapia les dice: “Ánimo, guerrera, vas a poder”, aunque no las conozca. A veces les da asesoría con la finalidad de que acudan a tal o cual hospital o para que encuentren los mejores precios en medicamentos.
Chela dejó su cabello negro y lacio y le ha crecido chino, le gusta ese estilo y ya hasta se lo tiñó de rojo. Usa un relleno con peso en su seno izquierdo a fin de equilibrar su cuerpo. Ahora está pensando en ponerse “la bubbie” —como le dice— en forma de implante, y ya cotiza opciones.