Revista Cambio

Legado africano

Por Surya Palacios

Tu credencial de elector seguro es falsa o clonada”. Esta es la frase que Tanya Duarte ha tenido que escuchar decenas de veces cuando intenta viajar por su propio país, que es México. Así es como se expresan, con desdén y poca cortesía, tanto los agentes migratorios como el personal de aerolíneas, que al verla asumen que ella no es mexicana.

El racismo y la discriminación “son una cosa de cada día”, enfatiza Tanya, psicóloga y activista afrodescendiente que vive en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. De hecho, desde que fue concebida, este tipo de rechazo ya le afectaba.

“Porque cuando la familia de mi mamá se dio cuenta que estaba embarazada de un hombre negro, pues fue un desastre ¿no?, mi mamá se casó con su antiguo novio blanco, entonces desde antes de nacer ya había un problema en ese sentido por cuestiones de racismo”, comenta.

Sí, en pleno siglo XXI, en México se trata a las personas según el color de su piel. Esta es una realidad a la que se enfrentan indígenas y mestizos, pero sobre todo el millón y medio de personas afrodescendientes mexicanas que habitan en 12 entidades del país –destacan los estados de Oaxaca, Guerrero, Veracruz, Yucatán y Coahuila.

Son los descendientes de los esclavos que trajeron los españoles durante la Colonia, luego de que la población indígena fuera diezmada por el obligado y extenuante trabajo que se realizaba en el campo y en los yacimientos mineros. Tras la Independencia, prohibida la esclavitud, los grupos de origen africano tuvieron la oportunidad de trasladarse a las ciudades, donde empezaron a vivir una nueva marginación, la económica.

“Desde las radionovelas (de los años cincuenta del siglo pasado), las posturas de las y los negros son siempre de sirvientes, de putas, de ladrones, de brutos, de gente que sirve (a otros)”, señala Tanya Duarte. Esos estereotipos han alimentado incluso el rechazo general de la misma población afrodescendiente hacia su origen e identidad.

África, en el imaginario de la sociedad mexicana, “es un lugar inaccesible, con animales salvajes, donde vive Tarzán”, ironiza Tanya. Incluso –lamentablemente– hay muchas personas que creen que se trata de un país, y no de un enorme continente. Es justo este desconocimiento lo que también nutre al racismo que sufren los afromexicanos.

MARGINACIÓN HISTÓRICA

La primera investigación realizada en México sobre la afrodescendencia la encabezó Gonzalo Aguirre Beltrán, un antropólogo quien en 1944 afirmó que entre los años 1580 y 1650 habrían llegado a nuestro país, de manera forzada, unos 250 000 africanos.

Si bien estos provenían de diferentes regiones de África occidental, en la otrora Nueva España se convirtieron en un grupo homogéneo que comparte hasta nuestros días una característica: la marginación.

De acuerdo con una encuesta intercensal del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, realizada en 2015, solamente 8.9 % de la población afrodescendiente mayor de 15 años asiste a la escuela. El sondeo revela además que hay 1.4 millones de personas afromexicanas, que representan 1.2 % del total de la población en el país, aunque esas cifras podrían ser mayores debido a que es común negar la afrodescendencia.

“Algunas personas afrodescendientes y de pobreza extrema migran de los pueblos de Guerrero hacia las ciudades como Acapulco o Chilpancingo, que en el día a día sufren discriminación”, apunta Abraham Chavelas, creador del proyecto Más Música Menos Balas, una iniciativa cultural que intenta acercar el arte a la población que en los últimos lustros ha padecido la violencia del narcotráfico.

En ese tenor, los afromexicanos que han dejado su comunidad sufren una doble marginación “al estar alejados de los ojos de la población en general”.

HISTORIA NEGADA

A nuestro país llegaron bantúes del centro de África, además de población mandinga y wolofs del área occidental de ese continente. Miles de hombres y mujeres cuya cultura les fue arrancada con el obligado desarraigo.

Como esclavos no tenían ningún derecho, eran considerados objetos aptos sólo para el trabajo, aunque en los sótanos de aquella sociedad de castas la convivencia sexual –mucha veces obligada- con blancos o indígenas dio como resultado un mestizaje que llega hasta nuestros días.

En México “viven distintas poblaciones y comunidades afrodescendientes. Algunas de estas, como las de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, por diversas causas históricas, son más visibles por sus rasgos físicos o fenotipo”, explican María Elisa Velázquez y Gabriela Iturralde, en el estudio Afrodescendientes en México, publicado en 2012 por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.

Es justo en esas zonas donde la reivindicación del pasado está más presente, a través de organizaciones que exigen un reconocimiento constitucional para la población afrodescendiente.

Y es que para esta población, no basta decir que México es una nación pluricultural, pues esa diversidad, al menos la que se señala en el artículo 2 de la Carta Magna, en realidad sólo se refiere a la población indígena. Incluso, en términos culturales “no hay ningún reconocimiento ni en la gastronomía, ni en la música, ni en las artes, ni en nada”, lamenta Tanya Duarte.

REIVINDICACIÓN CULTURAL

La danza de los diablos y el baile o fandango de artesa, que se escenifican en algunas regiones de la Costa Chica de Guerrero, son de origen africano. En Tabasco, entidad poco estudiada desde la perspectiva de la afrodescendencia, “los chontales tocan un tambor grave, uno medio, (y) uno agudo”, tal y como se hace en Nigeria, o entre la población que practica la religión yoruba en Cuba, que viene directamente de África, explica Lulú Arrona, directora del grupo de danza y percusión Yanga.

En Veracruz está la llamada “danza de negritos”, cuya música se ejecuta con instrumentos de cuerda. Es la expresión artística de los indígenas ante los esclavos, la historia “de cómo ve el indígena la llegada del africano”, detalla Arrona. De África también nos llega el abuelo de la marimba: el balafón, un instrumento que originalmente se tocaba en el piso, con el músico sentado. La única diferencia con nuestra actual marimba es la base de madera que permite que la ejecución sea de pie.

Yanga, el grupo de Lulú Arrona, se dedica a rescatar la cultura africana en México, lo que también supone una labor de educación, pues erróneamente se cree que todos los bailes africanos son como zumba que se practica en los gimnasios.

Y no sólo el baile llegó como herencia cultural desde África, pues también hay influencias en nuestro idioma. Por ejemplo “la bamba”, además de ser una famosa melodía veracruzana, es el nombre de varias ciudades del Congo; el vocablo “cafre”, con el que los mexicanos nos referimos a quien conduce sin precaución, es un grupo poblacional de Tanzania; lo mismo sucede con “chamba”, palabra que utilizamos como sinónimo de trabajo, que a su vez denomina a un pueblo de Burkina Faso.

La jamaica, el mole de olla y, según algunos activistas, hasta la cecina tienen su origen en África. No son meras coincidencias, sino una herencia que no ha querido ser plenamente reconocida como parte del bagaje cultural de nuestro país, pero esta tercera raíz en realidad es tan valiosa como la prehispánica o la española.