Durante la época de la Colonia, el chocolate adquirió reputación de alimento afrodisiaco de efectos moderados (fama que conserva hasta nuestros días) y esto originó un intenso debate entre las diferentes órdenes religiosas españolas, que duró del siglo XVI al XIX, pues muchos clérigos consideraban al chocolate una peligrosa tentación para los buenos católicos y, durante los trescientos años que duró esta polémica, hubo incluso un momento en que el tribunal del Santo Oficio consideró prohibirlo o restringirlo, por los efectos pecaminosos que podía ocasionar, los cuales contravenían todo lo que se esperaba de un cristiano y, sobre todo, constituían una amenaza para la vida contemplativa y célibe de sacerdotes y monjas.
Tras la conquista de México, el chocolate fue motivo de una seria discusión durante siglos, pues realmente hubo religiosos que consideraban un pecado consumirlo, y ya puestos a en esa línea, trataron muy seriamente de definir qué tipo de pecado era, si uno capital, que condenaba el alma al Infierno o al Purgatorio, o uno venial, que podía arreglarse rezando tres rosarios. Otros religiosos, por el contrario, fueron defensores a ultranza del chocolate y lo ponderaban con una de las evidencias de la bondad divina. Ambos bandos coincidían en que era maravilloso; el problema era la conclusión a la que llegaban, pues mientras para unos algo tan bueno y delicioso no podía ser más que obra del demonio, para los otros eso mismo no podía ser más que obra de Dios.
La primera duda sobre la naturaleza diabólica del chocolate la metió el mismo Hernán Cortés, que en sus Cartas de relación de 1519, cuando lo describe, lo hace de esta manera: “La bebida divina que aumenta la resistencia y combate la fatiga. Una taza de esta preciosa bebida permite a un hombre caminar un día entero sin comer”.
Pensemos que era una época en la que con que una anciana tuviera un gato era suficiente para ser considerada bruja, de modo que una mujer que preparara una bebida que brindara los efectos que Cortés describía al hablar del chocolate era por lo menos sospechosa de facturación satánica.
Fray Antonio de Orellana, un entusiasta defensor del chocolate del siglo XVII, incluso le compuso una plegaria:
“Oh, divino Chocolate, que arrodillado te muelen, manos plegadas te baten, y ojos al cielo te beben…”.
Textos a favor y en contra del chocolate se escribieron en todo el Imperio español durante tres siglos, y fue una cuestión muy seria. Los detractores del chocolate argumentaban tres grandes objeciones morales contra este alimento:
- Beberlo contravenía el voto de pobreza profesado por algunas órdenes (el chocolate siempre fue muy caro, hasta la invención de la cocoa, a principios del siglo XX).
- La posición de mortificar el cuerpo para lograr la perfección espiritual practicada por muchos religiosos se perdía con el enorme placer que produce beber chocolate.
- El quebranto del ayuno entre los religiosos por beber chocolate. Este asunto, en especial, generó trancazos, pues mientras unos consideraban que no se comía nada si se bebía chocolate, otros decían que eso era peor que cenarse una vaca entera.
El jesuita y moralista Antonio Escobar y Mendoza logró zanjar la disputa en este último punto, al hacer su tesis teologal llamada Liquidum non frangit jejunum, que quiere decir ‘El líquido no rompe el ayuno’, donde concluía que ningún liquido o bebida viola la regla del ayuno ofrecido a Dios y, al ponerlo así, y sobre todo en latín, los sacerdotes y monjas pudieron continuar tranquilamente con su placer culpable de echarse un chocolatito entre flagelación y flagelación en Semana Santa.
Jean Anthelme Brillat-Savarin –autor del primer tratado de gastronomía del mundo, titulado Fisiología del gusto, que publicó en 1825–, describe este hecho con una claridad meridiana: “Las damas españolas del Nuevo Mundo están locamente adictas al chocolate, y no contentas con beberlo varias veces al día, ¡lo sirven, además, en la iglesia!”.
Por cierto, la famosísima Sor Juana Inés de la Cruz llamaba burlonamente y con desprecio “monjas chocolateras” a las religiosas de un misticismo superficial.
El cura Miguel Hidalgo, iniciador de la independencia mexicana, era un entusiasta bebedor de chocolate. Lo tomaba todo el tiempo; antes de salir a dar el famoso grito de Dolores, se echó su taza de chocolate, y el día que lo fusilaron, desde luego pidió como última voluntad su chocolate, y se quejó de que le dieran uno mal preparado, alegando que el hecho de que ya lo fueran a matar no era razón para escatimar en la cantidad de chocolate que le pusieron en su taza.
El celebre Voltaire fue el inventor del mocaccino, la mezcla de café con chocolate, que solía tomar en cantidades industriales en el restaurante La Coupole de París, que aún existe. Según Voltaire, esta mezcla le daba al cuerpo “lo animado del café y la voluptuosidad del chocolate”.
El debate religioso en España para saber si tomar chocolate era pecado o no –y si lo era, qué tan grave– duró siglos, y fue una discusión apasionada y estúpida, como todas las polémicas españolas; por ejemplo, como cuando en el bar se discute quién es mejor evadiendo impuestos: Messi, del Barça, o Ronaldo, del Real Madrid (a mí me tocó estar en medio de una discusión así, y era a gritos y empujones). Y, seguramente, la cuestión sobre la esencia moral del chocolate como un alimento apropiado para buenos católicos hubiera seguido hasta nuestros días, si no fuera porque, en el siglo XIX, la independencia de las colonias americanas, y en especial la de México, dejó a España sin chocolate por un buen rato y así se zanjó la cuestión.
Es difícil decir si el chocolate ayuda a tener relaciones sexuales o estimula el deseo sexual; lo cierto es que contiene un alcaloide llamado teobromina, que es la misma sustancia que segrega en el cerebro cuando se está feliz y/o enamorado; otro estimulante que posee es un aminoácido llamado triptófano, que ayuda a segregar la serotonina, un neurotransmisor que hace que nos sintamos tranquilos y relajados; todo esto, aunado a su rico sabor, es lo que genera efectos tan placenteros al comerlo. Además, la grasa del chocolate tiene la propiedad de derretirse con la temperatura del cuerpo, por lo cual, la sensación de disolver lentamente en la lengua un trozo de chocolate provoca una experiencia francamente sensual y voluptuosa. Esto es lo que ha hecho que sea considerado más como un antidepresivo que como un alimento.
Y luego, con todas estas características descritas, ¿por qué es difícil catalogar al chocolate como un afrodisiaco? Pues precisamente por eso, ya que, debido a sus efectos, el chocolate más que servir para tener sexo, se usa con el fin de sustituir el sexo.
En todo caso, lo que claramente sí puede tener efectos afrodisiacos es que el chocolate da una cantidad enorme de energía, que, entre otras muchas cosas, puede ser usada para ponerle por más tiempo.
Fuente: La perversa historia de la comida.