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Misión millennial

Se organizaron en las redes sociales, su entusiasmo no mermó. Los jóvenes tomaron con fuerza la misión que la historia les puso enfrente: impedir que el espíritu de la ciudad se derrumbara
24 de Septiembre 2017
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TEXTO Y FOTOS ABIGAIL GÓMEZ

Desde las ocho de la mañana del miércoles 20 de septiembre, alumnos del Instituto Politécnico Nacional se reunieron a las afueras de la Escuela de Ciencias Biológicas, a unas cuadras del Metro Normal, linea azul. Toda la organización se llevó a cabo mediante Facebook –hora, lugar, lo que iban a hacer, lo que se debía llevar– y se coordinó en grupos de Messenger un día antes y la mañana del miércoles. 19 horas después del sismo que cimbró a la Ciudad de México, decenas de jóvenes acudían al llamado.

Edgar es estudiante de la carrera de Químico Farmacéutico Industrial, y está ahí desde las siete revisando todo. Él, junto con otros cinco compañeros, organizan a la gente, que llega por montones, y los dividen en cinco diferentes tipos de brigadas: “por aquí los que tienen conocimientos médicos, por acá los que sepan de electricidad o estudien alguna ingeniería, más allá estamos poniendo a la gente de vívres y también tenemos una brigada de apoyo psicológico y de búsqueda y rescate”. Los jóvenes voluntarios y los víveres siguen llegando. Y llegan también los padres con sus autos dispuestos a trasladar a la gente.

Frente a la barda de la escuela hay una mesa con cinco chicos que revisan sus celulares y una televisión que la institución les prestó para ver las noticias. Se trata de la Unidad de Información, y ellos son los encargados de estar atentos a las zonas donde se necesite destinar la ayuda. Melissa Tiburcio los coordina. A ella se acercan los que organizan a las brigadas: la de Servicios Médicos anuncia que hacen falta soluciones salinas y antibióticos, y la de Búsqueda y Rescate pregunta a dónde dirigen un auto que ya está listo con la gente abordo.

Y a pesar de los esfuerzos por coordinarse, hay momentos de tensión. Los organizadores discuten una y otra vez por las ubicaciones, no tienen las direcciones exactas, sólo mandan “hacia Tlalpan, hacia la Roma, hacia Lindavista”, pero reciben llamadas de gente que ha llegado a la zona y no logra ubicar el punto preciso del desastre. No es su culpa, la información es imprecisa y cambiante. La Unidad de Información hace todo lo que puede para verificar los datos, sin embargo, parece una tarea titánica, entre lo que dicen en las redes y lo que informa la televisión.

¿DÓNDE ESTÁ SAN GREGORIO?
Una de las caravanas se enfila rumbo a Tlalpan porque no hay otra forma de salir, pues mucha gente se dirige hacia San Gregorio, Xochimilco. Son las 10: 30 de la mañana. El tránsito se vuelve lento al pasar frente al multifamiliar que se colapsó sobre la avenida, a un costado de donde pasa la línea 2 del Metro. Pero la marcha continúa y la camioneta logra llegar hasta donde inicia la delegación Xochimilco.
Ha pasado una hora y todavía parece que queda un largo camino por delante. La brigada se detiene de tanto en tanto para preguntar. “¿Dónde queda San Gregorio?”, “¿cómo para San Gregorio?”, “¿hacia dónde para San Gregorio?”. Y la gente dice que todo derecho, que hacia la izquierda, que suba por esa vereda, hasta que llega un punto en que no es posible avanzar más. El camino hacia San Gregorio está cerrado y hay que rodear por Milpa Alta. Cuando la brigada empieza a sentirse perdida, una enorme fila de autos les impide avanzar más. Ahí está, por fin, casi tres horas después, San Gregorio.

EL DESASTRE OLVIDADO
Hay que dejar la camioneta y caminar. Al llegar a la explanada entran en grupos de 15 en 15. Hasta ese momento, informan, han pasado más de 60 grupos, es decir, casi mil personas que ha ido a brindar ayuda. “Pegados a la derecha, bien pegados a la derecha porque la barda corre riesgo de derrumbarse”, grita un policía que dirige a los grupos que se acomodan en la explanada que está justo enfrente de la iglesia, o lo que queda de ella, porque la cúpula se ha venido abajo y hay escombros por todos lados.
Una mujer, que mide aproximadamente un metro con 60 centímetros, lleva la batuta de todo. Ella tiene una lista de las brigadas, anota los nombres de todos, asigna un líder y lo amenaza. “Me tienes que traer a estos 15 de vuelta, a todos, ¿entendiste?, y ustedes 15 me lo traen a él”. La misma advertencia va a cada grupo de voluntarios. “Esto no es un juego señores, no queremos más heridos”. Nadie sabe decir su nombre y ella no tiene tiempo de hablar, ni de dar entrevistas, ni de poner atención en otras actividades, excepto hacer bien su labor y garantizar la seguridad de todos.

Cruzar el listón amarillo de precaución para entrar la zona lastimada es una ida sin retorno. Ahí empiezan las escenas de los muros caídos, de los escombros, de las casas derruidas. La brigada del Poli camina entre callejones con el propósito de llegar hasta el fondo de una calle estrecha. Hay que formarse en hilera para empezar a sacar los escombros de la casa de la señora Amalia, su casa, la que sus padres construyeron 50 años atrás y que ahora los voluntarios llevan a un camión de deshecho, piedra por piedra.

“Yo me salí al patio que tengo, desde ahí vi cómo se cayó mi casa, en unos segundos…ahora no sé qué voy a hacer, no tengo dinero para levantarla otra vez. Y mi cocina que todos admiraban, donde tenía mis trastes todos acomodados, mi cocina se me destruyó”.

La señora Amalia cuenta esto mientras señala las decenas de trastes que están acomodados en el suelo sin una cocina que habitar. “Muchos se me rompieron, ahora no sé dónde los voy a poner”. Dice todo con gran entereza, sin una sola señal de que tenga ganas de llorar, pero entonces, al preguntarle su edad recuerda algo. “Cumplí 69 antier. Justo un día antes de todo, el 18. Todavía celebramos aquí, partimos pastel en la cocina”, y al decir eso una lágrima escurre por su mejilla morena.

Cuando ven que la señora Amalia relata su historia, otros vecinos quieren contar la suya, se acercan, se quedan atentos. “Mire, mire, venga a ver mi casa, mire cómo quedó”, dicen y caminan entre estrechos callejones que llevan a varias viviendas pegadas unas con otras, casas que parece que se mantienen en pie por algún extraño milagro.
Mario Antonio Galicia, de 41 años, nos muestra su hogar. Paredes desgarradas, grietas, muros separados, cosas regadas por todo el piso, muebles llenos de escombros, muros a punto de venirse abajo. “Ya vinieron a revisarlo, nos dijeron que es pérdida total, que ya no podemos vivir aquí y que lo van a tirar y que luego hablemos con el Gobierno, con Secretaria de Desarrollo Social a ver si nos pueden dar algo, pero a ver si nos dan algo, yo creo que no nos darán nada, no sé, a ver, no sé, espero que sí. Ahora a ver dónde vivimos”, dice Mario Antonio y la preocupación se lee en su rostro.

Sobre este tema habla un representante de la Dirección General de Obras, quien ha dispuesto una mesita en la explanada para atender a los afectados. “Aquí llega la gente que ha tenido daños en sus casas y nos explican qué tipo de afectaciones tienen, nosotros las anotamos y mandamos un ingeniero a revisar el inmueble. Si detectamos que ya no es habitable se anota en una lista que tenemos de las casas que tienen que ser derrumbadas”, explica.
—¿Y después de ser derrumbadas, qué sigue, cómo tendrá la gente a los apoyos del Gobierno?
— No, eso no lo sabemos. No sabemos si se les va a dar algo, un seguro o algo, nosotros sólo estamos haciendo esa revisión.
—¿Y cuántos inmuebles tienen contabilizados con daños y que tendrán que ser derrumbados?
—No, es que aún no sabemos, no los hemos contado, ahorita nada más estamos anotando.
Así que la gente de San Gregorio, ese poblado que queda en un punto lejano de Xochimilco, al que no es fácil llegar ni acceder, del que quizá muchos no habían escuchado nombrar hasta ahora, está esperando. Esperan a que los ingenieros y los arquitectos que les dicen que ya no pueden vivir ahí tumben lo que no tiró el temblor. Hay muchas manos sacando los escombros de lo que algún día llamaron hogar y esperan que cuando pase todo también haya muchas manos que los ayuden a reconstruir sus casas, o podrían terminar viviendo en un albergue de manera indefinida.
Por lo pronto la brigada de los “burros blancos” vuelve a casa junto con cientos de personas que lograron llegar a San Gregorio y aportar un rayo de esperanza, aunque se retiren dejando una estela de incertidumbre en este pueblo que nadie sabía, hasta esa tarde, dónde quedaba en el mapa capitalino.

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