Revista Cambio

Paz a su medida

“¿Te gusta cantar?”, le pregunto a Yamilet, que a sus cuatro años ya entona con buen ritmo una canción de reggeaton mientras llena de color una tortuga dibujada sobre una hoja de papel. La respuesta de la pequeña es asentar con la cabeza y dibujar en su rostro una sonrisa pícara. Entonces llegan Valentina y Adonay, que toman la palabra y me cuentan que también disfrutan cantar y bailar, aunque Vale, de nueve años, admite que le da pena hacerlo frente a muchas personas, pero Adonay, el travieso de cinco años, responde con seguridad que a él no le da ninguna pena.

Todos los sábados, los tres compañeros acuden a la Escuela de Paz, un espacio que no cumple las condiciones tradicionales de un centro educativo. No hay salones, tampoco bancas, mucho menos un pizarrón. Las clases tampoco son muy formales, sino todo lo contrario, las lecciones que se enseñan ahí salen totalmente del esquema de la educación formal.

Sobre la calle Mineros, a la altura del número 41, un techo de lámina, dos mesas de plástico y unos bancos son suficientes para que una docena de pequeños de la colonia Morelos acudan a esta escuela para aprender de paz, de respeto y de la no violencia a través de juegos, actividades artísticas y talleres.

No importa si los plumones no tienen tapa, las crayolas están rotas, o los colores ya son tan pequeños que apenas pueden dibujar con ellos. Las acuarelas ya casi están secas, pero con ellas pueden crear mientras aprenden a construir la paz que tanto hace falta a su alrededor. Porque la paz no es algo que se compre hecho, en ninguna tienda, tampoco en ninguno de los puestos entre los que han crecido los tres. La paz es un proceso para construir entre todos.

Basado en la filosofía de Mahatma Gandhi, y con una educación no tradicional, Alfonso Hernández decidió fundar esta escuela en 2013. Un año antes viajó a la India donde profundizó sus conocimientos en torno a la cultura de la no violencia, ideología que adquirió cuando estudiaba Filosofía.

Con una playera ligera, sin mangas, que deja ver sus tatuajes y una gorra que lo protege del sol, “Poncho”, de 34 años, como le dicen los niños, camina por las calles de Tepito, deja atrás los puestos que están sobre Eje 1 y comienza a saludar a jóvenes, padres, madres, niños y niñas. Todos lo reciben con gran efusión. Hay abrazos y apretones de mano al por mayor que reflejan un sentimiento: agradecimiento.

El barrio bravo

“¿Cómo te llamas?”, me pregunta Valentina mientras sacamos las mesas de una casa donde guardan los materiales que ocupan, porque una de las primeras lecciones que se les enseña a los pequeños es que si quieren tener su propio espacio deben construirlo juntos, y es así como todos participan para instalar la escuela.

Los tres pequeños seguían con sus dibujos, saqué mi celular para leer un mensaje y Yamilet me pidió que le tomara una foto. Accedí, pero le quise poner un toque divertido y abrí Snapchat. Atrapé a las pequeñas de inmediato. Las risas no pararon. Yo creía que sería algo nuevo para ellas, estaba muy equivocada, las dos dominaban perfectamente la aplicación. Deformamos nuestras caras, nos convertimos en una abeja que baila, tomamos mil fotos con coronas de flores y ni qué decir del filtro que te pone orejas y nariz de perrito, y cuando abres la boca te coloca una lengua inmensa.

“Parte de la filosofía de Gandhi habla de que el cambio de la sociedad se puede dar mediante formas no violentas y una de esas maneras es trabajar con la base de la sociedad, los últimos, los desposeídos, los olvidados, los más marginales. Ahí inicia la reconstrucción de la sociedad y en ese punto estás cara a cara con la gente que ha sido la más olvidada por el sistema”, explica Poncho.

Y el escenario donde se dan todas estas condiciones es el barrio de Tepito. “La gente ha sido olvidada, las instituciones no atienden los problemas. Hay corrupción, problemas sociales. Se rompió el tejido social”, dice.

El barrio de Tepito está en la colonia Morelos, considerada una de las más peligrosas de la capital y que se caracteriza por la delincuencia que hay. El narcomenudeo y las extorsiones son el pan de cada día. A tan solo tres cuadras de la Escuela de Paz está el famoso tianguis donde hallas todo tipo de artículos piratas y mercancía robada, pero en sus calles aún se respira el ambiente de un barrio.

Niños corren y juegan en los patios de sus vecindades, ves a otros más corriendo por las calles con un papalote, jóvenes y señores juegan frontón en las paredes mientras de fondo suena una rocola afuera de una tienda.

Arrancar el proyecto no fue fácil. Paulina, hermana de Poncho y quien también es voluntaria en la Escuela, cuenta que en un inicio sólo eran tres o cuatro personas. El trabajo formal comenzó con algunos diagnósticos, procesos participativos en la comunidad y poco a poco los niños comenzaron a acercarse hasta que los adoptaron.

Uno de sus primeros talleres fue de esténciles. A los participantes les fascinó y fue entonces que Poncho y compañía se dieron cuenta de que a los niños “les encanta plasmar en algún lugar sus ideas, sus emociones. Nos ganamos su confianza y la propia comunidad nos abrió un espacio”.

La Escuela no sólo se instala en la calle Mineros, en la Unidad Habitacional Plan Tepito, mejor conocida como Palomares, también se imparten lecciones. Recién fundada la escuela, Marypaz y Xóchitl acudían a esta, en ese entonces tenían 10 y 12 años, respectivamente. Cinco años después, se convirtieron en promotoras de paz. Coordinan a los pequeños y dan lecciones que ellas aprendieron de Poncho, Paulina y todos los voluntarios que se han unido al proyecto.

La Escuela de Paz no cuenta con ingresos fijos. De vez en cuando recibe recursos de instituciones, se mantiene con el apoyo de los propios colonos.

Hoy en día participan voluntarios de la Universidad Nacional Autónoma de México, y de la Universidad Pedagógica Nacional y precisamente son jóvenes externos, los más interesados en trabajar con esta sociedad.

Las clases, por hoy, están por terminar. Adonay acabó de colorear su león muy feroz pero no sin antes enseñarme a dibujar una flor. Valentina también terminó su dibujo al que le añadió flores; recortó una rosa y me la regaló; antes de irme me advirtió: “Tienes que venir el próximo sábado porque si no vienes me voy a enojar mucho contigo” y ante tal amenaza, no puedo quedar mal porque en Tepito se está construyendo la paz.