Periodismo imprescindible Martes 24 de Diciembre 2024

¡Que no se enteren las niñas!

¿Te cuesta trabajo encontrar más de 10 personajes femeninos de los que te hayan hablado en la escuela? Al parecer las mujeres fueron borradas de la historia o ¿dónde estaban ellas cuando sucedía todo lo que no nos contaron?
28 de Agosto 2017
Foto: Especial
Foto: Especial

Por Alejandra del Castillo

Diez no son suficientes, debe haber muchas, muchísimas más. Pero ¿qué pasa con todo lo que no nos dijeron en la escuela sobre ellas? Cuando se omite una parte de la historia sólo tenemos una versión: la que más nos conviene, la que deja en paz a los educandos, la que no genera un caudal de preguntas que tras la polémica podría desatar una guerra mundial en plena aula de clases.

Es hora de sacar nuestras propias conclusiones.

Nos hablaron de derechos, igualdad y de leyes que nos protegían, sin embargo, omitieron decirnos que la igualdad teórica tendríamos que confrontarla con los hechos de nuestras propias vidas. Y eso no es fácil, no lo ha sido.

“Una pequeña voz interior –reprimida, pero nunca completamente silenciada– les dice: ‘Si las mujeres son de veras iguales que los hombres, ¿dónde está la prueba?’. Y no es una voz que esté sólo en el interior de los hombres, también está en el de las mujeres. Porque ni siquiera los historiadores feministas más entusiastas, hombres o mujeres –que hablan de las amazonas, de las tribus matriarcales y de Cleopatra–, pueden ocultar que las mujeres lo han hecho de puta pena durante los últimos cien mil años. Vamos, admitámoslo. Dejemos de fingir penosamente que hay una historia paralela de mujeres tan victoriosas y creativas como los hombres, sistemáticamente machacadas por el hombre. No la hay. Nuestros imperios, ejércitos, ciudades, obras de arte, filósofas, filántropas, inventoras, científicas, astronautas, exploradoras, políticas e íconos caben todas, cómodamente, en una de las cabinas privadas de karaoke del SingStar. No tenemos ninguna Mozart; ninguna Einstein; ninguna Galileo; ninguna Gandhi. Ningunas Beatles, ninguna Churchill, ninguna Hawking, ninguna Colón. Sencillamente no ocurrió”, escribe Caitlin Moran en su libro Cómo ser mujer, mientras explica que el discurso de no haberlo hecho suficientemente bien parece reafirmar que desde siempre estamos acabadas; sin embargo, esto ni siquiera ha empezado.

A ninguna de nosotras nos dijeron que si lo queríamos podríamos haber sido una McCartney o una Lennon y haber cambiado la historia –aunque sea sólo la de la música. Porque una mujer como protagonista parecía un atentado contra la propia historia y cuando ellas estuvieron listas para renunciar a los deberes-obligaciones-y-estereotipos-femeninos en pleno siglo XIX, la intervención con el propósito de detenerlas estuvo a cargo del discurso del susto o del caramelo, así lo explica Yadira Calvo en La aritmética del patriarcado.

Estudiar, hacer carrera, votar y quitarse el delantal las haría acreedoras de grandes males, empezando por ponerse en competencia con un rival fuerte que las vencería y las dejaría aplastadas y humilladas.

Si eso no funcionaba, estaba el discurso del caramelo, que como dice Yadira “con azúcar está peor”, porque se trataba de alejar a las mujeres de los vicios y defectos de los hombres a fin de que se mantuvieran como los seres celestiales que son, al mando de la escoba y la cocina, liberándose de la carga del conocimiento y la inteligencia.

La idea de la inferioridad de las mujeres no es una construcción espontánea y sin fundamentos, los así llamados “grandes pensadores” se afanaron en sus argumentos.

Platón, por ejemplo, dudaba de colocar a la mujer en el género de animal racional o en el reino de los brutos. Sin importar lo que estos personajes profesaran sobre la igualdad, cuando era en consideración de las mujeres, todo adquiría otro matiz. El educador Jean-Jaques Rousseau sostenía que las niñas aprendían con repugnancia a leer y escribir, pero que llevaban con mucho gusto la aguja. También decía que el destino de la mujer era agradar al hombre, someterse a él y aguantar su injusticia.

Y la lista no termina, Darwin atribuía que el hombre tenía un cerebro más grande que el de la mujer y por tanto facultades mentales superiores; Hegel decía que las mujeres “no están hechas para las ciencias más elevadas”; Shopenhauer, que la mujer padecía una miopía intelectual sumada a una exasperante ingenuidad, y que su talento, comprensión y sensibilidad se encontraban al servicio de la coquetería. También sostenía: “Sólo infundiéndoles temor puede mantenerse a las mujeres dentro de los límites de la razón”; y el filósofo español Jorge Ortega y Gasset decía que el fuerte de las mujeres no era saber sino sentir.

Sí, a todos los estudiamos en la escuela y omitieron compartirnos dicha información, minimizando que la perspectiva que se tenía de la mujer ayuda a comprender la situación de desventaja histórica que hemos vivido a través del tiempo. Pareciera que el silencio permite que el discurso de desigualdad se extienda de manera impune y cubra así un androcentrismo sutil, sigiloso y sofisticado que hace creer que los derechos de libertad e igualdad son para todos, hasta que no: tú no porque eres mujer.

El evento histórico que lo deja claro y expone el funcionamiento del sistema androcentrista sucede en plena Revolución Francesa, cuando en la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, en su artículo primero dicta: “Todos los hombres nacen libres e iguales”. Para explicarlo, la feminista y filosofa española Ana de Miguel expone: “Es ese juego, parece que estáis incluidas pero para darle la fuerza del universalismo a la política, a la demanda social, a las manifestaciones y luego cuando vas por tu trozo de ciudadanía: todos los hombres nacen iguales, vosotros no sois hombres, entonces el androcentrismo es que ‘hombre’ se solapa con ‘varón’, pero ellos no quieren escribir: ‘Todos los varones nacen libres e iguales’, no quieren hacer explícita la exclusión porque saben que entonces las mujeres lo van a ver claramente y a decir: ‘¿Qué democracia es esta que excluye a la mitad?’. Una excepción de la mitad rompe la propia regla”.

Luego vino la batalla por el voto femenino y se consagró como una victoria, no obstante, en realidad podría parecer un premio de consolación mientras todos gritan en silencio: dejémoslas votar, nosotros nos encargamos de lo demás.

Pero que las niñas no se enteren nunca de nada porque el silencio minimiza y logra perpetuar la asimetría y las desventajas de la mujer en sus sociedades. Que no se enteren de nada porque no les va a gustar la idea de ser consideradas y tratadas como menores, incapaces y débiles. Al final, no fuimos excluidas de la historia, siempre hemos buscado el protagónico de nuestras propias vidas. Como sucedió con Simone de Beauvoir, que cuando quiso escribir sobre lo que le había supuesto ser mujer asumió que nunca había tenido sentimientos de inferioridad por serlo y que la feminidad nunca había sido una carga para ella, eso, hasta que Sartre le recordó que ella había sido educada como hombre y entonces replanteó la cuestión.

Nosotras también replanteemos la cuestión: no queremos ser educadas como hombres, sino como personas.

Fuentes:

Calvo, Yadira. (2016). La aritmética del patriarcado. España: Ediciones Bellaterra.

Moran, Caitlin. (2015). Cómo ser mujer. Barcelona, España: Anagrama.

Varela, Nuria. (2008). Feminismo para principiantes. España: Ediciones B.S.A.

CenicientasTV. (2014). Cenicientas 3.0. Ana de Miguel. “Sexismo, androcentrismo y el lugar de las mujeres”. Recuperado de https://vimeo.com/80602840

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