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Reconocer y aceptar

La sociedad tiene miedo a reconocer que personas con enfermedades mentales viven entre nosotros y que pueden estar entre su familia; es en el caso de Úrsula, cuya abuela abrió los ojos como plato cuando supo que su nieta iba a terapia 
por padecer ansiedad
09 de Octubre 2017
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Por: Javier Pérez

Úrsula no decía nada. Estaba parada al lado de su butaca y sentía la mirada de toda la clase, atenta a lo que hacía. Incluso le pareció escuchar algunos murmullos. La maestra insistía en que le respondiera la pregunta. Ella no podía hablar. No es que no quisiera responder o que no supiera la respuesta, simplemente la voz no le salía. Se limitaba a mantener la vista hacia abajo, con un gesto serio que a la profesora le pareció desafiante. Al día siguiente la escena se repitió. La próxima vez que no le respondiera –le dijo la maestra entonces– le quitaría un punto de la calificación bimestral, que ya de por sí pendía de un hilo porque debería promediar el cero de participación en clase. Por lo pronto, envió a la adolescente de 12 años con el tutor del grupo. Era la tercera vez en la primera semana del primer año de secundaria.

Aunque estudiaba en la misma institución que en la primaria, todo era diferente. Cuando entró a la oficina del tutor, este la recibió con una retahíla de preguntas sobre cómos y porqués. Lo mismo: la niña guardó silencio. Llamó a los padres, quienes le hablaron de un expediente que ni el tutor ni los maestros habían revisado. La niña padece trastorno de ansiedad generalizada, le dijeron.

Los trastornos de ansiedad, según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), son muy frecuentes en la población, por lo cual se les considera “comunes”. Repercuten en el estado de ánimo o los sentimientos de las personas afectadas. Tienen una sintomatología que varía en intensidad (de leves a severos) y duración (de meses a años). Estos trastornos se diferencian de los sentimientos de tristeza, estrés o temor que cualquiera puede experimentar ocasionalmente en su vida ante contextos como hablar en público, responder un examen o sentir un terremoto (es, de hecho, una cuestión inherente).

En el caso de Úrsula, como en el de muchos adolescentes, el estrés generado puede confundirse con su habitual resistencia a la autoridad, pero en realidad implica una preocupación excesiva sobre situaciones cotidianas o incluso inexistentes. Y si bien el estrés es una respuesta de autoconservación y normalmente desaparece rápido, quienes padecen algún trastorno de ansiedad pueden quedar paralizados ante una circunstancia estresante, imaginada o real. Incluso pueden sentir temor ante la posibilidad de hacer el ridículo, ser juzgados o rechazados por sus pares. Por eso, en las “Recomendaciones para manejo de ansiedad en el salón de clases”, la terapeuta de Úrsula pedía “tener cuidado de no provocar estados de ansiedad con presiones académicas o disciplinarias inadecuadas, especialmente hacia esos niños proclives a las crisis nerviosas”.

Ansiedad múltiple

La ansiedad, me dice la doctora Ana Teresa Díaz Calvo, una psiquiatra con muchos años de experiencia clínica, se presenta en casi cualquier enfermedad mental y, si a esas vamos, casi en cualquier enfermedad. Tiene su lado bueno cuando es normal. Nos permite, por ejemplo, ser funcionales en ciertos momentos, pues nuestro organismo, como el de los animales, responde en situaciones que incluso podrían poner en riesgo nuestra vida. La respuesta es instintiva y pueden identificarse en ella características somáticas, como taquicardia, sudoración, insomnio y tensión muscular. Pero, además, hay un factor extra: la parte cognitiva.

Si la ansiedad es negativa, lo cognitivo puede hacernos preocupar por algo que ni siquiera es real o exacerbar cualquier circunstancia.

Entonces se convierte en un trastorno mental, define la OPS, “caracterizado por sentimientos de ansiedad y temor”. Hay varios tipos: trastorno de ansiedad generalizada, de angustia, de ansiedad fóbica, de ansiedad social, obsesivo-compulsivo (TOC) y de estrés postraumático (TEPT), del cual seguramente se multiplicarán los casos después del terremoto del 19 de septiembre. “La duración de los síntomas que presentan habitualmente las personas con trastornos de ansiedad los convierte en crónicos, más que episódicos”.

Hay muchos eventos que pueden provocar ansiedad. Usualmente tienen un origen específico, aunque no siempre es identificable. La doctora Díaz Calvo me habla de un músico que conforme se acercaba la fecha de su presentación se ponía tan mal que un día antes estaba completamente incapacitado, insomne y con diarrea. Eso ya no es funcional, le causa problemas en su entorno. Y me cita el ejemplo de una enfermera que trabaja con ella, que insiste en cambiar su turno porque vive con la preocupación de que su hija universitaria camine 15 minutos sola y ella no puede acompañarla. La realidad social también condiciona.

“No está resolviendo adecuadamente, objetivamente, por la ansiedad, este problema que a lo mejor ni siquiera es problema. Hay gente que vive con cuadros de ansiedad severos. Quizá 90 % de las enfermedades psiquiátricas van acompañadas de ansiedad. ¿Y cuántas enfermedades no psiquiátricas se acompañan de ansiedad? La ansiedad es inherente al ser humano”.

Se estima que, en 2015, 264 millones de personas en el mundo padecían algún trastorno de ansiedad (en México se reportaron más de 4 millones de casos), una proporción equivalente al 3.6 % de la población. Como ocurre con la depresión, los trastornos de ansiedad son más comunes en las mujeres que en los hombres (4.6 % contra 2.6 %, a nivel mundial). Según la OMS, los trastornos de ansiedad representaron 24.6 millones de años de vida vividos con discapacidad a escala mundial.

Sin embargo, ir al psiquiatra todavía tiene sus estigmas. Úrsula, por ejemplo, asiste cada dos semanas a su terapia y sus papás prefieren no contarle a nadie desde que la abuela abrió los ojos como platos y la tía insinuó que el medicamento –sertralina, que le ayuda a metabolizar la serotonina, neurotransmisor asociado a una amplia gama de propiedades fisiológicas y que puede influir en la angustia y la felicidad– la volvería adicta.

“No es fácil decir ‘voy al psiquiatra’ como decir ‘voy al dermatólogo o al ginecólogo’ –dice Díaz Calvo–. La sociedad tiene miedo de reconocer que la gente que tiene una enfermedad mental vive entre nosotros y que puede estar en tu familia. Al mismo Gobierno le cuesta trabajo reconocer que tiene enfermos mentales en su sociedad, y son adultos y niños. Suele considerarse la infancia como un periodo feliz, en el que los niños no padecen enfermedades mentales, sino sarampión u otra cosa. ¿Cuándo has oído a alguien decir ‘llevé a mi hijo al psiquiatra porque tiene ansiedad’? No se trata de creer, porque dicen yo no creo en eso, sino de aceptar que las enfermedades existen. Los maestros no saben cómo tratar a niños deprimidos o ansiosos o con autismo o lo que sea. Mejor optan por no reconocerlo. Afortunadamente, el campo de la psiquiatría infantil va ganando terreno en beneficio de los niños, pero tenemos que dejar de ser los clásicos adultos que lo niegan todo”.   

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