Revista Cambio

Sana, sana corazoncito de rana

POR ÓSCAR BALDERAS

Casi siempre empieza así: Emilio cierra los ojos y escucha cómo cruje la tierra. El sonido, dice, es como una galleta salada que se parte con fuerza. Cuando ese tronido llega hasta sus oídos, él invariablemente está dentro de su salón de clases, mientras el sonido crece y crece hasta que el suelo no puede contenerlo. La vibración repta por las paredes y se instala en el techo, que no resiste su fuerza y se desmorona como migajas de pan. Él querrá huir, pero cada vez que llegue a la puerta escuchará la voz de su mejor amigo y le hará girar: “¡Ayúdame, Emilio!” y él, pese al miedo, volverá por Francisco.

“¿Dónde estás?”, gritará Emilio, de nueve años, cegado por una nube gris que cae desde lo alto y se levanta cuando toca sus pies. Y siempre será así: Francisco, el mejor delantero que tiene el tercer año de primaria, responderá “¡Aquí!”, pero su voz se debilitará cada vez más, dice, como un fantasma de caricatura que de pronto se da cuenta de que ya murió y está invadiendo el mundo de los vivos. De pronto, se hará silencio y Emilio, intacto durante el terremoto, deberá salir angustiado y solo de ese salón de clases. Entonces, la estructura que lo protege se derrumbará dentro de la escuela Enrique Rébsamen, donde el 19 de septiembre pasado murieron 19 personas menores de edad y siete adultas bajo los escombros, según cifras oficiales de la Secretaría de Marina, instancia que estuvo al frente del rescate de sobrevivientes y víctimas mortales.

El pequeño despertará de esa pesadilla, otra vez, como si tuviera resortes en la espalda.

¿Y qué sientes cuando despiertas?, –le pregunta Jessica, la terapeuta que está sentada frente a él rodeada por otros 24 niños que se han reunido esta tarde de sábado para hablar con profesionales de la salud mental sobre sus angustias, después de vivir el terremoto más devastador en la Ciudad de México en los últimos 32 años y que ha dejado, sólo en la capital, 228 muertos, según cifras de la Coordinación Nacional de Protección Civil, al cierre de esta edición.

Me da miedo volver a dormir y me dan ganas de ir a la cama de mis papás –responde Emilio sin mirar los ojos de nadie, con la mirada fija en un cuadernillo con emoticons de una decena de caritas sonrientes y dolientes que debe colorear.

¿Alguien más se siente así? –pregunta Jessica Canales, creadora del taller Me doblo, pero no me quiebro, diseñado para equilibrar la salud mental de las niñas y los niños que se sacudieron al ritmo de 7.2 grados Richter, la peor convulsión en la historia de su barrio, Coapa, al sur de la capital.

Todo se vale, ¿eh? Estamos en un lugar de confianza. ¿Pesadillas? ¿Miedo? ¿Hacerse del baño en la cama? Es normal sentirse así.

Las manos empiezan a ondear en el aire. Marijó pide su turno para decir que aún le da miedo recordar cómo se cayó el segundo piso de su escuela. Zedrick todo el tiempo cree que las cosas se van a caer como si estuvieran atadas a un hilo que las jala hacia abajo. A Sebastián todavía le duele el costado, después de que se golpeó con un barandal al tratar de huir de un plafón aplastante. Eliot sueña con que grita instrucciones con la finalidad de que sus amigos se salven del derrumbe. Y Mateo aún lucha para entender cómo es que su primaria parece que se convirtió en un panteón rodeado de coronas fúnebres.

Está bien, eso que sienten está bien. Es normal. Lo que sucedió fue un terremoto, ¿saben lo que es? Es cuando la tierra se sacude muy fuerte de manera natural, ¿saben qué es eso? Es cuando ocurren cosas que no podemos controlar. Y cuando se mueve la tierra, las casas se caen y a veces se caen sobre las personas –les explica Jessica.

Once días después del terremoto, un grupo de personas que alguna vez estudiaron en las aulas del colegio más afectado por el sismo en la ciudad, y que hoy son profesionales, se organizó con el propósito de crear este espacio para las niñas y los niños que vivieron esta terrible experiencia.

Todo empezó cuando Carlos Ortiz, quien fuera estudiante de primaria hace una década, se sintió con la obligación moral de hacer algo más que donar víveres a los centros de acopio. Y la inspiración le llegó por Instagram: alguien había publicado una imagen sobre un taller terapéutico para niñas y niños afligidos por el sismo, mismo que impartirían tanto Jessica Canales como la artista plástica TaquitoJocoque, en la colonia Juárez. Carlos se puso en contacto con ambas a fin de proponerles un trato: que ellas aceptaran dar un taller en el sur de la ciudad para los alumnos del Rébsamen, su alma mater, y él conseguiría a más exalumnos con el propósito de armar un equipo, un lugar, y que la gente donara crayones, lápices, dulces y todo lo necesario con el objetivo de poner en marcha el plan.

El trato se concretó a los pocos días: las dos aceptaron no sólo un taller, sino tres en un mismo día, de dos horas cada uno. Uno para personas de 3 a 5 años; otro para las de 6 a 8; y uno más para los de 9 en adelante. Cada grupo tendría un cupo máximo de 25 participantes. Y creyeron que eso sería suficiente. Pero la demanda los rebasó. Padres y madres de familia no paraban de registrar a sus hijas e hijos, afectados de distintas maneras: unos tenían pesadillas, otros jugaban a rescatar peluches de imaginarios escombros, otros más no querían volver a la escuela y algunos preguntaban cuándo volverían a ver a sus compañeros fallecidos.

En unas cuantas horas, cada grupo rebasó su límite y tuvieron que abrir una nueva fecha. Y una más. Y otra más, hasta llegar a cuatro días de lleno total, ya incluyendo talleres para personas adultas. El organizador Carlos Ortiz nunca imaginó lo necesaria que era su iniciativa. Sin quererlo, atendió una necesidad urgente que, aparentemente, no era prioridad: el equilibrio emocional de las niñas y los niños que habían debutado como experimentadores de un sismo con un terremoto demoledor.

Héctor dice que si escucha una vez más la alarma sísmica, él se pondría “histérico”. Sofi ya no se sube a los columpios porque le recuerdan cómo se mecía el suelo. Sebastián, a quien se le dificulta las palabras esdrújulas, de pronto ya sabe decir con toda naturalidad “escala de Richter”, así como “carroza fúnebre”. Y Antonio confiesa que le tiene miedo a otro temblor, porque cree que su abuelita se moriría de un infarto si la vajilla se le vuelve a romper.

Las historias más duras provienen de las y los niños de 9 años en adelante: ahí están las grietas emocionales más difíciles de curar. Una niña que perdió a su amiga debajo del cascajo, niños que vieron cómo sus papás lloraban a sus amigos en el edificio que se derrumbó en el multifamiliar de Tlalpan, uno más que no puede volver a su casa sobre avenida Miramontes porque el edificio tiene un grave daño estructural y todos sus cuadernos se quedaron en su recámara, tan frágil como un cascarón de huevo.

Entonces, Jessica interviene y les pide a las niñas y los niños que levanten las manos y griten con toda su fuerza. Que se pongan de pie e imiten el temblor, brincando con un pie si se sienten trepidatorios o moviendo las caderas si se sienten oscilatorios. Que dibujen cómo se sintieron, lo que creyeron que les pasaría y que piensen con quiénes se sienten seguros.

Y una vez que han aprendido eso, Jessica y TaquitoJocoque les enseñan cómo ayudar: colocan a los niños en círculo y le dan a alguien una bolsa de plástico vacía. “¿Qué donarían, si pudieran hacerlo? Metan su regalo imaginario y pásenlo al niño de su derecha. Eso se llama ‘cadena de vida’”. Ana mete el puño a la bolsa, lo abre y deja caer un ficticio paquete. “¡Papel higiénico!”, grita feliz. Paco dona helados. Adrián, botellas de agua. Y Santiago se desprende de un kilo de arroz. Así, se arma el donativo de amor: la bolsa, cuando llega a las coordinadoras del taller, ya trae una dotación invisible que va desde pañales hasta animales de peluche.

Cuando han hablado, cuando han logrado sacar lo que sienten mediante un juego, llega la recompensa: desde un salón contiguo aparecen voluntarios vestidos como los personajes de Plaza Sésamo, de princesas y de superhéroes. Son el remate del taller para estas niñas y niños que se han quedado con algo y que únicamente lo soltarán en confidencia con las caricaturas y héroes que admiran. El residuo del estrés postraumático se cuela ahí. Y, al final, cada quien saldrá de la terapia con una bolsa de dulces y también “dormirán con el alma más liviana”, como dice TaquitoJocoque.

Días más tarde, Carlos Ortiz y Aline Velázquez, otra organizadora, reciben el mensaje de un papá que llevó a su hijo al taller. Les agradece porque, por fin, el niño ha vuelto a dormir en su cama, sin necesidad de sentirse acompañado por sus papás. Sabrán de otra niña a la que la sonrisa se le ha vuelto a instalar en la cara y de un niño que ya no tiene más pesadillas, porque las despidió con un dibujo.

Con suerte, el mismo día de taller, pero por la noche, Emilio cerró los ojos y esta vez la tierra no crujió ni se desmoronó el techo sobre su mejor amigo. A los organizadores del taller Me doblo, pero no me quiebro les gusta imaginar que Emilio sueña con su amigo, el mejor delantero que tiene el tercer año de primaria, quien anota un formidable gol.

Y gracias a la terapia el sueño siempre será así: Emilio y Francisco abrazados para celebrar la vida.

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