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Una carrera por ayudar

“Siéntete orgulloso de estar aquí, ayudando”, fueron las palabras que un militar le ofreció a un adolescente que se cuestionaba si su ayuda tras el sismo sería determinante para salvar vidas
25 de Septiembre 2017
Especial
Especial

Por David Santa Cruz

Minutos después del sismo del 19 de septiembre de 2017, vi a varios albañiles en la colonia Del Valle aferrados a la parte superior de las columnas que recién construían, y de las que no tuvieron tiempo de bajar. Pálidos todavía, eran auxiliados por su compañeros. Desde la comodidad del taxi en marcha, les grité: “¡Muchachos, ya se les enchuecó la obra!”, y con la sencillez de su sonrisa les regresó el color al rostro.

Diez minutos después estaría con esos mismos hombres removiendo escombro y apuntalando muros para que los rescatistas hicieran su trabajo.

A menos de 200 metros de esa obra, sobre la avenida Gabriel Mancera esquina con Escocia, un edificio de cinco pisos se había derrumbado, y al fondo de la segunda calle lo que había sido un inmueble de ocho pisos apenas superaba los tres niveles. Una mujer llamó mi atención, iba enfundada en un lujoso abrigo verde bandera, algo raro dado el calor de esa tarde, pero seguramente se lo puso porque le estorbaba para cargar los bloques de cemento y los ladrillos que removía junto con otras personas, con el propósito de liberar a un hombre atrapado totalmente entre los escombros.

En las calles, una centena de personas ya se organizaba con la finalidad de ayudar en lo que se pudiera. Algunos pasaban de largo asustados, otros más miraban como no creyéndolo. Dos horas antes, habíamos hecho un simulacro en toda la ciudad, como cada 19 de septiembre desde el terremoto de 1985 que devastó la capital.

Mi generación y las posteriores crecimos practicando simulacros y repitiendo el lema: “No grito, no corro, no empujo”. Aprendimos a organizar brigadas en las escuelas y en los trabajos, a ubicar nuestros puntos de reunión y zonas seguras. Sin embargo, hasta este nuevo 19 de septiembre no habíamos vuelto a ver los edificios caer de manera masiva en la Ciudad de México. Los terremotos eran un mito y los temblores apenas un divertimento capitalino para demostrar lo bien que nos salían los simulacros, aunque no participáramos en ellos.

Ver reducidos a escombros esos dos gigantes nos devolvieron a la realidad. Los primeros en actuar fueron las decenas de albañiles que en esa zona construyen edificios nuevos, tomaron su herramienta y junto con los policías empezaron a buscar gente y remover escombros. Los que llegábamos nos íbamos sumando. Si algo hemos aprendido en esta ciudad es que las primeras horas después de un derrumbe son cruciales.

Una hora después, cientos de mujeres y hombres removíamos escombro, repartíamos comida, llevábamos agua, dábamos órdenes y las obedecíamos, todos con la misma jerarquía, la de aquel que quiere ayudar. Cada que se escuchaba a un posible sobreviviente, venía el silencio, aunque nadie se detenía, todos sacaban kilos de escombro de los dos edificios caídos.

Cuando por fin se lograba el rescate, se hacía una pausa, luego los aplausos y gritos de victoria se escuchaban entre los que para la segunda hora ya superaban el millar de personas. Los gestos de cansancio entonces se transformaban. Quienes estaban cerca de la camilla que circulaba rumbo a la ambulancia alentaban a quienes iban en ellas. Incluso con los dos cuerpos inertes que rescatamos, nos dábamos ánimos entre nosotros y a los paramédicos, convencidos de que para los familiares recuperar los restos es un alivio que resarce en algo su dolor.

A las seis de la tarde llegó la Marina, más desorganizada que los voluntarios. Trataba de acordonar todo a los gritos: que no grabáramos, que nos hiciéramos a un lado, que sólo estorbábamos… era indignante. Mientras ellos esperaban órdenes, nosotros habíamos rescatado a casi 20 personas y dos perros. Nos replegamos pero no cedimos, después de todo ¿qué carajos es un marino desnudo y sin armas?

Minutos después se sumó el Ejército, no venía a mandar sino a ayudar. Poco a poco tomaron el control de las cosas y organizaron a quienes se ponían en sus manos. Tras cada persona que tomaba un descanso se sumaba otra: bomberos, paramédicos, rescatistas y voluntarios seguían llegando, cada uno hacía lo que podía o creía necesario. Las cadenas humanas crecían junto con la esperanza y el orgullo.

—¿Crees que encontremos más gente viva? –preguntaba preocupado un adolescente de brazos flacos y rostro aniñado a uno de los militares con los que compartía fila para sacar escombro.

— Eso no lo sabemos, pero siéntete orgulloso de estar aquí, ayudando, porque eso nadie te lo va a quitar –respondió el militar y siguió cargando cosas.

La piel se me enchinó y hasta me pareció ver que los demás voluntarios que escucharon eso se erguían y sacaban el pecho, a pesar de que los brazos dolían y las piernas temblaban. Nadie se quedaba atrás. Claro que no faltaron los hombres con aspiración de héroes que intentaban darse a notar a toda costa o que trataban de mandar a las mujeres a cocinar o a repartir tapabocas, hombres que habían llegado tarde y no sabían que siete horas antes había una decena de ellas al pie de los gigantes caídos, con las manos desnudas cargaban bloques de escombro, organizaban el rescate y alentaban a todos los demás con su ejemplo, porque como dirían los zapatistas: “Donde una mujer avanza no hay hombre que retroceda”.

Poco a poco llegaron camiones, trascabos, palas mecánicas y más especialistas, pero también gente con ropa, mantas, medicinas y alimentos. Sí, se enchinaba la piel cuando veías a alguien ayudar a su compañero a colocarse el tapabocas o sostener al que ya no podía más. A veces uno no podía hacer más que rezar tomándole la mano a una madre temblorosa que se negaba a dejar la zona hasta que no encontraran a sus dos hijos vivos o muertos, o aquel que le daba aliento a los vecinos de la zona y hasta les ofrecía llevarse a su casa a quienes lo habían perdido todo.

SOBRE RUEDAS

El caos del miércoles era predecible desde la noche anterior. Todos querían ayudar, y en algún momento sobraban manos que terminaban por congestionar las zonas de riesgo. Los autos de quienes llegaban a ofrecer apoyo impedían la entrada de las ambulancias, y los automovilistas intentaban llegar a su casa a como diera lugar, incluso algunos vecinos tuvieron que acordonar los carriles confinados del trolebús para que pudieran circular los servicios de emergencia y algunos estuvieron a punto de ser arrollados por taxistas y microbuseros que les aventaron las unidades en su afán cotidiano de violar las leyes.

La mañana del miércoles, cientos de autos saturaban las inmediaciones de las colonias más afectadas, entre brigadistas, gente que iba a donar en especie y aquellos que –nadie los culpe– solo querían llegar a su trabajo; obstaculizaban incluso a los militares y demás cuerpos de ayuda, volviendo angustiante y desesperado el sonido de las sirenas. A las ocho de la mañana era claro que la mejor forma de transportar la ayuda era en moto y en bicicleta. Así que decidí sumarme y pedalear.

A diferencia de otras áreas donde la ayuda derivaba en desorden, tanto motociclistas como ciclistas hace años estamos organizados, ya sea de manera lúdica o para exigir nuestro derecho a transitar, incluso tenemos grupos, códigos en común y liderazgos claros. Además la mayoría estamos acostumbrados a lidiar con el tráfico de esta ciudad, y un gran grupo lo componen los mensajeros y repartidores.

Aquí el apoyo fue diferente y nos dimos cuenta de que las necesidades cambiaban en cuestión de minutos. La respuesta de la gente era avasalladora y la comunicación entre centros de acopio se hizo vital; nosotros nos convertimos en verdaderos mensajeros. En cada cargamento llevábamos noticias y solicitudes que ante la saturación de las líneas celulares se volvían indispensables.

En mi caso decidí salir únicamente dos horas, con la finalidad de repartir comida. No descansé sino hasta la noche, pues a cada lugar que llegábamos nos pedían ir a un nuevo sitio, había que llevar pañales, comida para mascotas, medicinas e implementos médicos, tortas y sandwiches: todo lo que cupiera en nuestras mochilas y lo que nuestras rodillas resistieran.

No éramos sólo nacionales, había decenas de extranjeros durante ambos días. Nadie pensaba en sí mismo sino en los demás, en que hay gente sufriendo y hay que ayudarla, en que como hace 32 años había que apoyar con lo que se pudiera, así fuera con una sonrisa, un aplauso, una botella de agua o una palmada en la espalda.

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