Si hay una generación que ha cargado con etiquetas es la millennial. De quienes llegaron a su vida adulta en la primera década de los 2000, se ha dicho de todo. Que no se comprometen, que no quieren hijos, que no les interesa trabajar, que no participan en política y hasta que no les gusta el sexo.
Por eso rechazan abiertamente los estigmas y hasta llegan a gritarlo en esa cancha de debate que siempre traen, literalmente, en la palma de la mano: las redes sociales.
Más allá de estar o no de acuerdo, lo cierto es que no les despierta interés alguno tener sexo –como era en los años ochenta.
Los millennials construyen una sociedad que avanza, aún lentamente, hacia la tolerancia y la inclusión, y por ello exploran nuevas formas de interactuar y relacionarse que no son exclusivamente sexuales, sino que contemplan una sexualidad asumida de manera transversal.
La tecnología, por ejemplo, les ha permitido conocer conceptos como el “sexo casual” o el cibersexo. Este hedonismo tecnológico los lleva a retrasar decisiones serias como la vida en pareja o la pater/maternidad y los deja enfocarse en la creación de startups, de iniciativas sociales o incluso de nuevos movimientos políticos. No olvidemos que fue un equipo compuesto en su mayoría por
millennials el que ayudó a Emmanuel Macron a convertirse en el nuevo presidente de Francia.
Esta generación comienza a vivir su sexualidad como debimos hacerlo hace mucho, es decir, como algo que no está relacionado únicamente con el acto sexual, en una forma única y exclusiva.
En esta edición, el equipo de CAMBIO decidió salir a cazar historias que dieran una pequeña muestra de esa diversidad de nuevas experiencias alrededor de la sexualidad de las y los jóvenes que ahora tienen entre 20 y 35 años.
En esta exploración detectamos que, si bien no todos los millennials son iguales o encajan en el mismo estilo de vida, sí comparten un rasgo que los distingue de la generación anterior, que ellos mismos llaman la de los “chavorrucos”.
Ese distintivo implica un permanente rechazo a las etiquetas que sus padres o sus abuelos adoran colocar a todo lo que les parezca diferente, a lo que ya antes alguien había etiquetado como “lo normal”
¿Quién tiene suficiente experiencia, autoridad y conocimiento para decidir qué es o qué no es normal? La pregunta está en el aire, pero no sabemos aún si la respuesta, como decía el buen Bob Dylan, está en el viento.