Imagínate ganar 15 000 pesos en 45 minutos. Lo sé, suena a fantasía o a que te tienes que dedicarte al showbiz para lograrlo. Es una mentada pensar que hay gente que gana menos que esto en un mes, mientras que otros sólo obtienen la cuarta parte trabajando durante muchas horas diarias.
Karlita, mi manicurista, es una chica con una vida tranquila. Un día le pasó algo extraordinario, y al elegir esa palabra no me refiero necesariamente a algo “bueno”, sino a algo fuera de serie, lejos de lo ordinario.
Aquella tarde de invierno, Karlita tenía agendada una cita con un cliente al que le haría la manicura a domicilio. Era un judío ortodoxo de menos de 40 años, quien además de pagar más de lo que ella usualmente cobraba por el servicio se haría cargo del costo del Uber para llegar a la hermana república de Interlomas.
Ella llegó y esperó en la oficina del cliente durante poco mas de cinco minutos, antes de que él apareciera y se presentara de manera muy amable.
Karlita estaba dispuesta a comenzar a trabajar cuando el hombre le dijo: “No, espera. Antes de que me hagas manicura, me gustaría que me contaras de ti, ¿qué te gusta hacer?”. Ella, un poco asustada, respondió tímidamente a su pregunta y empezó a sentirse incómoda porque el trato ya no le parecía normal. Decidió seguir conversando amablemente, ya que no sabía aún lo que se estaba enfrentando.
—Karla, quiero hacerte un regalo –le dijo mientras sacaba un montón de billetes de su cajón.
—Esto es para ti, no te ofendas, no te asustes. Sólo quiero que hagas una cosa muy sencilla, quiero que me cuentes de tu primera vez.
Mi dulce manicurista abrió los ojos, y después de quedar pasmada por algunos segundos le respondió:
—Señor, no quiero molestarlo ni ofenderlo, pero nunca he tenido esa primera vez.
El joven y guapo cliente sonrió amablemente y le dijo:
—Entiendo, y quiero que tomes este regalo que yo te doy de todo corazón, me ofendería mucho si no te lo llevas.
Karlita no quiso molestarlo y tomó el dinero. Sin mucha claridad para pensar salió de prisa y se puso a salvo, fuera de esa casa. Días después me contó lo sucedido, muy asustada y con un sentimiento de culpa por haber tomado el dinero.
—¿Tu crees que hace eso todo el tiempo? –Me preguntó muy desconcertada.
Me dediqué a investigar muy sutilmente sobre estos actos, y una fuente confiable me reveló que algunos hombres como aquel se limitan a escuchar historias porque su religión no les permite llevar a cabo una infidelidad física. Temen las consecuencias de sus actos terrenales en el más allá y sacian los “bajos instintos” del pecado de la lujuria con una probadita de fantasía.
Mi conclusión personal: es un tanto irónico que un pecado capital como la avaricia sea el que pague las cuentas en las que la lujuria, aunque sea de ficción, derrocha.
*Buscadora de historias urbanas de sus contemporáneos millennials. Ponte atento, tu historia puede ser la próxima.
@valeria_galvanl