El primer domingo en el que llegamos a la colonia, decidimos salir a dar una vuelta en busca de un lugar dónde comer. Después de caminar una calle encontramos una gran sorpresa: un parque con juegos nuevos. Lo vimos desde lejos, y aunque mi pequeña insistió en ir a probar la resbaladilla, todos teníamos hambre y le prometimos regresar después.
Hasta el fin de semana siguiente pudimos ir a conocer realmente nuestro parque. Ya no era necesario tomar el Metro y caminar 5 calles con el fin de llegar a un parque con juegos, ahora estaba a dos minutos andando. Sin embargo, llevamos la mochila con lo necesario para el recorrido: agua, galletas y un juguete.
Nos recibió la gran rana de plástico verde, mi nena la saludó y se trepó en la primera escalera que encontró con el objetivo de iniciar su exploración: tenía dos resbaladillas largas, un tubo con una cúpula de plástico para refugiarse y ver el cielo, muchas escaleras diferentes para trepar y finalmente otra resbaladilla más pequeña. Había pocos niños, así que tenía suficiente espacio dónde moverse, saltar, treparse, resbalar y volver a subir. Ahí estuvimos un rato, hasta que se cansó y decidimos tomar el refrigerio.
Mientras comía sus galletas observamos que había muchos perros que iban y venían tranquilos, olisqueban y husmeaban en cada árbol; los seguimos y encontramos que tenían una zona especial, para entrar, corretear y jugar con otros canes. También descubrimos que había un kiosco y un grupo de gente que bailaba salsa. Después del descanso y con las energías renovadas, seguimos desvelando nuestro parque.
Aparte de los juegos nuevos, también había unos viejos de metal. A lo primero que nos dirigimos fue a los columpios, había 6 con diferentes colores y alturas. Después de que estuvo un rato meciéndose, mi pequeña decidió que había mucho más por probar, así que se trepó en la telaraña metálica y ahí estuvo un rato enredándose y subiendo entre las barras; mientras cantaba wisy-wisy araña y tan pronto llegaba a la parte más alta se lanzaba a los brazos de papá. Después de dos horas regresamos a casa, triunfales por el resultado de nuestra exploración.
A lo largo de esos primeros meses fuimos al parque en varias ocasiones los domingos; conocíamos y asimilábamos el ecosistema. Algunas veces nos encontramos que había varios niños en las resbaladillas, entonces mi pequeña jugaba feliz en la telaraña, recorriendo los espacios, uno a uno. Otras veces no podíamos subirnos a los columpios porque los estaban usando algunos niños grandes que subían hasta el aire.
Alguna vez convivimos con una niña que llevó burbujas, jugamos a soplarlas por los aires y luego perseguirlas. También descubrimos que a ciertas horas venía el carrito de las papas o pasaba el de los helados. En la tarde también montaban el puesto con refrescos y dulces, y a lado había otro con pelotas, burbujas y otros juguetes. A eso de las 5 montaban un brincolín y había que anotarse en la lista con el fin de poder subir, y por 10 pesos flotábamos, rebotábamos y girábamos durante 10 minutos. Después de esos saltos mi pequeña salía cansada y tenía que llevarla a caballo en mis hombros.
Un día soleado y bonito, quisimos ir a las 12; cuando llegamos, el parque estaba vacío. Corrimos con el objetivo de subir a la resbaladilla, pero estaba demasiado caliente, y quemaba, incluso los columpios estaban ardiendo. Después de diez minutos de intentar jugar, nos dimos por vencidos y regresamos acalorados a la casa. Entendimos por qué no había nadie y aprendimos que el medio día no es buena hora para ir al parque. Lo mejor es en las tardes cuando baja el calor.
También recuerdo todas las opciones nuevas de diversión que se abrieron cuando mi nena aprendió a pedalear y fuimos a probar la bicicleta al parque. Primero fue toda una aventura llegar entre las subidas y bajadas de las banquetas, el cambio de superficies y las raíces de los árboles. Pasamos la calle con mucho cuidado, mirando a un lado y otro; luego pudimos recorrer las vías del parque, rodear los juegos, bajar la lomita hacia la zona de los perros y pedaleamos hacia la estatua de Cuauhtémoc.
A veces ella se atoraba en algún adoquín salido, pero yo la impulsaba para que siguiera su camino pedaleando a toda velocidad. Descansamos frente al kiosco y mi pequeña decidió subir para observar el parque desde esa altura –veía los perros, las familias, los viejitos que paseaban–, luego empezó a dar vueltas, a cantar y bailar.
Aunque se puede decir que el parque está muy limpio, no entendemos por qué la gente no es capaz de recoger su basura y dejan las bolsas tiradas, empaques de papas a un lado de las escaleras, trozos de plástico debajo de los juegos. Y los dos únicos basureros que existen, siempre están atascados de bolsas, con botellas y vasos que los coronan en el tope. Sólo en una ocasión coincidimos con personal de la delegación que estaba haciendo mantenimiento y jardinería, pintaron los columpios, limpiaron la tierra y cambiaron algunas plantas.
Sentimos gran decepción un día que llegamos al parque y los juegos estaban rallados, la rana pintada de negro, la silla en donde a veces nos sentábamos a descansar también estaba desprendida y rota, incluso la cúpula estaba quebrada y una escalera se había desprendido. Como si hubiese pasado un huracán vandálico, no entendimos quién y por qué había hecho eso, simplemente habían dañado nuestros juegos por dañarlos.
Pasaron las semanas y nos fuimos acostumbrando y aunque intentaron limpiarlos, nunca los volvieron a arreglar bien. Y ahí siguen, soportando el ir y venir de los niños y de los padres que a veces también van a jugar a las traes o a perseguir a un niño que corre sin control por el túnel hacia la resbaladilla.
Intentamos ir a otros parques, como al del Centro o el bosque de Tlalpan, y por más que tienen juegos más grandes y variados, siempre están llenos de niños que se trepan a toda velocidad y empujan sin cuidado. Pueden ser divertidos, pero son de un solo domingo, ninguno es como nuestro parque, que ha visto a mi pequeña crecer mientras desarrolla su agilidad.
Mi peque poco a poco ha dominado los diferentes elementos del parque. Después de subir y bajar varias veces por las diferentes escaleras, de saber cómo subir la resbaladilla con saltos y estirones de piernas, ha logrado dominar los juegos. Incluso los viejos, pues aprendió a colgarse en las barras y balancearse para recorrerlas colgada como una changuita de un extremo a otro. Así que decidió que los juegos de niños ya le quedaban pequeños y empezamos a explorar en los aparatos de ejercicios de los grandes, haciendo rutinas, inventando diferentes funciones, contando hasta veinte y sosteniéndolos con mi ayuda cuando son muy pesados.
El parque ha sido parte de nuestra vida desde que llegamos a esta colonia, lo hemos visto pasar por todas las estaciones: el calor de primavera que hace que vayamos ya tarde –cuando está más lleno–, hemos visto a familias enteras correr y jugar, y cotejos de fútbol épicos, incluso hemos escuchado ensayos de orquesta, mientras mi pequeña busca flores para llevarle a su mamá.
En verano suele estar empapado por la lluvia y no podemos quedarnos mucho tiempo porque está convertido en un lodazal; debajo de los columpios hay charcos y la resbaladilla está llena de tierra. Incluso en una ocasión tuvimos que regresar corriendo porque de un momento a otro se nubló, empezaron sonar los truenos y a caer gotas. Corrimos por la calle, alcanzamos a huir y logramos llegar a casa antes de que se soltara el aguacero.
En otoño ya empieza a estar fresco el ambiente, así que hay que ir bien abrigados. Recogemos hojas y ramas, buscamos formas y tesoros distintos. Durante el invierno intentamos ir más temprano, cuando los rayos del sol pueden calentar un poco la piel, y si el viento está demasiado frío regresamos, aunque hayamos jugado muy poco.
Ahora empezamos una nueva historia con nuestro pequeño. Lo llevamos en el carro de arrastrar y su hermana mayor lo persigue dentro de los juegos para que vaya a la resbaladilla y no se distraiga siguiendo a otros niños. Lo ayudamos con el propósito de que aprenda cómo avanzar entre los barrotes de la telaraña y para subir al columpio. Cuando pasan los perros ladra como si fuera uno más de la jauría, y si puede se escapa de nosotros, se arrastra por la tierra y empieza a lanzar piedras; tenemos que perseguirlo entre el polvo hasta que al fin lo atrapamos.
Es nuestro parque de la esquina y nos encanta disfrutar nuestras tardes de domingo en él. Aunque hace mucho tiempo que no vamos, sabemos que está ahí, y cuando necesitemos un rato para correr, saltar, resbalarnos y compartir con otros niños y con los perros, este espacio seguirá siendo nuestra burbuja verde de vida en la colonia y la ciudad.